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El Liceo y los tiempos de la ciudadPEP SUBIRÓS

Los papeles informan estos días de que el Consorcio del Gran Teatro del Liceo ha elegido a cuatro artistas (Xavier Grau, Frederic Amat, Ferran García Sevilla y Perejaume) como participantes y competidores en un concurso restringido convocado para pintar los rosetones del techo y el proscenio del Gran Teatro del Liceo, pinturas que serán la única novedad introducida en la apariencia formal de la sala principal. En su momento, la decisión política de reconstruir los espacios más representativos del Liceo en su versión y decoración originales despertó, incomprensiblemente, escasa polémica. Incomprensiblemente porque si algo había caracterizado hasta entonces la transformación experimentada por Barcelona desde principios de los años ochenta, había sido una sabia y sensible combinación de los diferentes tiempos históricos de la ciudad. En efecto, uno de los grandes aciertos de la estrategia barcelonesa de renovación urbana ha sido la comprensión de la ciudad no sólo como suma de espacios útiles, sino también como articulación de lugares significativos; es decir, no sólo como estructura formal y funcional, como centro económico, comercial y de servicios, sino también como dispositivo de significación y de sentido, de encarnación y promoción de unos ciertos códigos, valores y pautas culturales que facilitan, o no, unas determinadas formas de convivencia y cohesión social. Y es que el espacio no es sólo el marco físico en el que se produce la experiencia humana. También es uno de los grandes mecanismos que dan -o no- forma y sentido a esta experiencia, que valorizan y estimulan -o no- el encuentro, el diálogo, el intercambio, la tolerancia, la responsabilidad, el sentido comunitario, la memoria colectiva, etcétera. El malestar de la vida urbana moderna frecuentemente tiene mucho que ver con el disfuncionamiento del espacio como dispositivo articulador o productor de sentido, es decir, con su inadecuación como escenario de la convivencia colectiva. Y esta inadecuación deriva, en buena parte, de la falta de conjugación de los tiempos de un lugar, de la falta de integración entre memorias y proyectos, entre tradición e innovación. De ahí que uno de los mayores desafíos de toda ciudad sea el de cómo conjugar cambio y continuidad, el de cómo tender puentes y mecanismos de transición y traducción entre diferentes códigos temporales que se expresan en diferentes ritmos de cambio y en diferentes expresiones formales del espacio urbano y de la arquitectura; en suma, el de cómo insertar la necesaria innovación en el tejido físico y mental de la tradición. En este aspecto, la experiencia de Barcelona ha sido a menudo ejemplar, especialmente en el tratamiento de los espacios y equipamientos públicos, ya sea preservando o recuperando viejos monumentos en el marco de operaciones urbanas claramente innovadoras, ya sea introduciendo elementos formales y funcionales nuevos con los que actualizar los usos, funciones y significados de viejos espacios y elementos del patrimonio colectivo. En algunos casos, esta articulación de tiempos históricos ha llegado a utilizar como referentes monumentales obras escultóricas o arquitectónicas desaparecidas, aunque representativas de un pasado secuestrado, de una memoria negada: tal ha sido el caso de la reconstrucción, en el parque del Vall d"Hebron, del Pabellón de la República española en la Exposición Internacional de París de 1937, o de la recuperación e instalación en la plaza de Llucmajor de una escultura alegórica de la I República española. Ambas obras han sido instaladas en zonas de fuerte inmigración, especialmente castigadas durante el periodo franquista y especialmente desprovistas de signos históricos de identidad. En la mayoría de los casos, sin embargo, las intervenciones artístico-monumentales han tenido un carácter fuertemente innovador y su concepción ha ido estrechamente ligada a la de los propios espacios en los que iban a insertarse, en un reflejo no solamente de unas ciertas tendencias del arte contemporáneo, sino de una voluntad de celebración de la civilidad, la creatividad y la libertad. Los nuevos monumentos y espacios públicos representan fundamentalmente la reconquista de la ciudad por parte de los ciudadanos. La apuesta de Barcelona, pues, ha sido la de combinar un proyecto de monumentalización y de dignificación de la ciudad con una voluntad política más atenta a los valores democráticos que a la magnificación y sacralización del pasado o del propio poder político. En el caso del Liceo, este enfoque cívico y democrático de actualización formal y simbólica no ha existido para nada. La opción de reconstrucción facsimilar de sus espacios nobles -en clara oposición a la profunda y necesaria renovación de sus espacios y equipamientos técnicos- es una vana apuesta por prescindir del tiempo, del cambio, del conflicto, por mantener un simulacro de intemporalidad e inalterabilidad en el cambiante devenir de la vida colectiva. Ahora, cuando la reconstrucción está ya muy avanzada y los relucientes dorados de la sala hieren la sensibilidad estética y democrática de los primeros visitantes, aparecen los escrúpulos: ¿No nos habremos pasado? ¿No habría que darle un toque de modernidad y originalidad al facsímil? Ahí es donde las pinturas de la sala principal pasan al primer plano. Los responsables del proyecto de reconstrucción pensaron en un primer momento en Miquel Barceló como artista a quien encargar las pinturas en cuestión. No es exacto, como se ha dicho, que Barceló rechazara el encargo, sino que exigió plena libertad para pintar el conjunto del techo y el proscenio y en especial para desbordar, si la lógica de la obra lo reclamaba, los rígidos límites de los rosetones, de modo que pudiese desarrollar una intervención que sin afectar la estructura ni los condicionamientos técnicos del espacio, pudiese ir más allá de unas pinceladas decorativas y, por lo menos, introducir en la sala del Liceo esa tensión temporal que toda gran intervención artística en un equipamiento público conlleva. No hubo acuerdo. Se nos informa ahora de que el encargo saldrá de un concurso restringido -curioso procedimiento revelador de una concepción escasamente contemporánea del arte- en el que competirán cuatro artistas de reconocida "modernidad". Sería interesante conocer el pliego de condiciones del concurso. ¿Tendrán la libertad que Barceló no tuvo? Ojalá. Aunque tardía y ultralimitada, es la última oportunidad de conectar el Liceo, en tanto que lugar, con la cultura viva y la ciudad real.

Pep Subirós es escritor y filósofo. Fue comisario de la exposición Miquel Barceló 1987-1997 exhibida en el Macba.

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