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CRÍTICA TEATRO

Un Camus tropical

Calígula De Albert Camus, por Teatro El público. Intérpretes, Fernando Hechavarría, Héctor E. Suárez, Carlos M. Caballero, Broselianda Hernández, Mónica Guffanti, María E. Diardes... Música, Ulises Hernández. Iluminación, José M. Domínguez. Vestuario, escenografía y dirección, Carlos Díaz. Teatro Olympia. Valencia, 1 de septiembre de 1998.

Prescindamos por ahora de las preocupaciones intelectuales de Albert Camus, que eran numerosas y de las que esta obra constituye una especie de muestrario bien surtido, sobre todo en lo que tiene que ver con su anárquica concepción de la libertad de los elegidos. Aún así, hay que señalar que el Calígula camusiano tiene tan asumida su condición de estrafalario dañino, siempre dispuesto a llevar la apuesta por la libertad absoluta hasta los límites de lo intolerable, que resulta incomprensible que en esta versión el actor que lo interpreta dedique buena parte de la obra a desgañitarse profiriendo sentencia tras sentencia a voz en grito. El razonamiento camusiano, perfecto a partir de unas premisas muy particulares, constituye algo así como la destilación de una desesperación tranquila que no requiere de los sofocos del grito para evidenciar sus posiciones. Por ahí se deja ver quizás la mano de una cierta inclinación tropical en este montaje de la compañía cubana, aspecto que se ve reforzado por otros elementos de la puesta en escena, como el barroquismo de una puesta en escena algo amontonada, donde les falta a los personajes el espacio preciso para respirar siquiera, así como en detalles de vestuario, en el uso de algunos objetos, en la repetición ritual de gestos por personajes distintos, y, en fin, en los detalles de cierta ritualidad que apuntan a la danza sin que ésta lleva nunca a consumarse del todo. Hay, por otra parte, muchos teatros detrás de este montaje, o mucho teatro visto, probablemente bastante próximo a las vanguardias de hace dos décadas. En algunos pasajes de la obra, este Calígula funciona como una especie de puzzle que repasa, y a veces integra, una cierta panorámica ya histórica de diversos estilos de puesta en escena, donde se pueden seguir rastros, a veces contradictorios, del teatro de la crueldad y el del absurdo, pasando por algunas aportaciones brechtianas, el musical americano y la tradición de la expresividad caribeña. Es una voluntad de eclecticismo, o de mestizaje, tal como se dice ahora, que se evidencia muy pronto mediante la opción de un vestuario absolutamente ucrónico que apunta no solamente hacia una cierta intemporalidad de la tiranía sino también a su extensión geográfica. Es tal vez por esa vía por donde se han visto alusiones en el montaje a la situación actual en Cuba, que serían en cualquier caso oblicuas. Fuera de eso, queda la bellísima prosa de Camus y la impresión de que se ha optado por una versión más estridente que respetuosa con el tenebroso susurro camusiano. Una opción que no invalida algunos grandes momentos de teatro en un montaje desigual.

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