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Tribuna
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De castaño a oscuro

Mi pasada, excesiva y muy viva juventud me permite hoy entender el espíritu agitado de las movidas juveniles. Pero claro que, respecto a ellas, no se pueden olvidar los derechos de todos, los conocidos daños que crean contra el descanso vecinal, la repetida ruina de jardines y mobiliario urbanos, las pestíferas suciedades que dejan, y demás pregonadas secuelas. Ya se ha sugerido la urgencia de una experiencia piloto que atendiera ese argumento de los jóvenes: "Es que no tenemos dónde juntarnos". Se trataría de la creación de espacios aislados, dotados de todo lo apetecible y necesario, sin propósitos de negocio y al alcance de cualquier bolsillo, cuyos alicientes excluyeran sólo el alcohol a tutiplén, y con programas en los que interviniesen los mismos jóvenes. La fuerte inversión y mantenimiento de esos Parques Jóvenes (con aparcamientos, aseos, pista para baile con música grabada o en vivo, salita para proyecciones y teatro) serían muy altos, propios de un gasto más estatal que municipal, y están sobre todo las indispensables comprensión y gracia como para que la muchachada sienta aquello como algo libre y suyo, no como a una indeseable encerrona. En tanto, y por impotentes, dan entre risa y pena medidas como las del primer edil de El Puerto de Santa María que pide prestado un piso en un cráter de la movida para vivir un martirio que había de solucionar y no de compartir; o el hecho de que hayan sido encarcelados sólo tres vándalos de la revuelta de Puerto Serrano, que deterioró y atemorizó a medio pueblo hasta violentar la casa del propio alcalde. Hechos como ese, o el ocurrido en Jerez, con tiros en la comisaría a cuenta de los moteros y sus desmanes, indican un peligroso paso de lo molesto a lo delincuencial; algo se nos está yendo de las manos, si no es que ya se nos ha ido. Las movidas del verano andaluz de 1998 son escenario de una extendida gama de barbaridades, desde arbitrarias y bestiales palizas de hospital a cargo de grupos adolescentes hasta la oferta furtiva de granadas de mano a diez mil pesetas, aparte el cortejo de broncas, pestazos e insolencias ya habituales y crecientes. Una especie de insurrección contestataria que, aunque de lejos, recuerda el Diario de la guerra del cerdo, la novela de Bioy Casares. Las causas son muchas, pero urge atender en serio los efectos. Nunca se nos hubiera ocurrido pensar que democracia y libertad entrañasen tan serias quiebras, de inesquivable tufo a EE UU, cómo no, y de una falta de autoridad que empieza en las escuelas, donde castigar lo castigable con firmeza y en el acto, puede atentar contra la dignidad del gamberrete y sus sacros Derechos Humanos. La energía no es la violencia si no llega a ponérsele en el trance de serlo, ni hay que confundir una eficaz contundencia con la mera brutalidad. Pero la permisividad tiene sus límites y la presencia de una firmeza justa y razonable parece ahora imprescindible en este acobardado país.

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