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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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La ciudad de los nidos

Mario Vargas Llosa

El Festival de Salzburgo se suma a la celebración del centenario de Bertold Brecht (1898-1956), presentando este año, por todo lo alto, la ópera en tres actos que aquél escribió en 1930, con música de Kurt Weill (1900-1950): Ascensión y caída de la ciudad de Mahagonny. El montaje de Peter Zadek es excelente, magnífica la orquesta sinfónica de Radio Viena dirigida por Dennis Russell Davies e impecable el abanico de voces del elenco, entre las que figuran las de Dame Gwyneth Jones, Catherine Malfitano, Jerry Hadley, Udo Holdorf y Wilbir Pauley.Pero acaso más interesante todavía que el grandioso espectáculo que tiene lugar en el escenario de la Grosses Festspielhaus (no menos de cien figurantes y unos coros multitudinarios) es el de los millares de espectadores que atestan la platea y las galerías del local, vestidos de smoking los caballeros y las engalanadas damas rutilando de joyas y oliendo a exquisitas esencias, que han pagado entre trescientos y quinientos dólares por asiento, para venir a deleitarse con una obra concebida por sus autores, en el vórtice de las grandes confrontaciones ideológicas de la República de Weimar, en los años veinte, como una fulminación incendiaria de la utopía capitalista norteamericana, el sueño mentiroso del éxito material al alcance de todos y el culto desenfrenado del dólar, el nuevo dios Mamón del siglo veinte, cuyo espejismo enajenante ocultaba una pesadilla de explotación, degradación de las costumbres, imperio de las mafias y de la violencia gansteril.

A juzgar por las expresiones de respetuosa concentración durante las tres horas que dura la obra y los entusiastas aplausos con que premian a músicos, actores, cantantes y bailarines, da la impresión de que muy pocos, entre estos espectadores -altos ejecutivos, profesionales de éxito, rentistas de alto vuelo, banqueros, funcionarios de primer nivel, sirenas del jet set-, la encarnación misma del capitalismo triunfante en su expresión más satisfecha y menos acomplejada, advierten la deliciosa ironía de que son inconcientes protagonistas. Aquí están, divirtiéndose refinadamente con una bella obra que fue concebida como un explosivo artístico, por un escritor y un músico que los odiaban con todas las fuerzas de sus convicciones y que, con el enorme talento de que estaban dotados, trabajaron empeñosamente para desaparecerlos, junto con el sistema que les ha permitido llegar a esas alturas privilegiadas de vida cómoda y lujos artísticos de que disfrutan, a años luz de esas masas de pobres que, como los ingenuos pioneros de Alaska fantaseados por Brecht, sueñan con llegar alguna vez a Mahagonny, "la ciudad de los nidos" como la llama la viuda Leokadia Begbick, donde todos pueden encontrar aquel rincón de dicha, éxito y paz, que los haga sentirse seguros y arrullados como los pichoncitos bajo el ala maternal de la paloma. Por haber sucumbido a esta mentira y querer rebelarse luego contra ella el infeliz Jimmy Mahoney y su amada Jenny Smith reciben el castigo que la sociedad de la libre empresa inflige a los insumisos: para él, la silla eléctrica, y, para ella, el burdel.

En el primoroso programa de la función (cuesta diez dólares, lo mismo que la copa de champagne del entreacto), ilustrado con severos retratos de Lucien Freud que muestran a los espíritus avisados la tristeza mortal y biliosa que el capitalismo inocula en los bípedos humanos, se han reunido, con una buena voluntad manifiesta, una serie de textos que no ahorran ejemplos y argumentos destinados a probar que aquella sociedad estadounidense de gángsters-empresarios, alcohólicos, putañeros y voraces, denunciada por Brecht y Weill en su ópera de hace sesenta y ocho años, no ha variado en lo sustancial, aunque las apariencias digan lo contrario, y que, por lo tanto, la moral y la filosofía política que permean Ascensión y caída de la ciudad de Mahagonny, siguen vigentes. Así, Eduardo Galeano explica que la dictadura de Pinochet en Chile fue parida por las teorías económicas de Milton Friedman y Serge Halimi, apoyándose en un Karl Polanyi que no parece haber entendido a cabalidad, reclama una nueva utopía social para reemplazar a la que se hizo trizas con el muro de Berlín y enfrentar a la "utopía utilitarista" de Adam Smith. Dudo mucho que estos esforzados intelectuales persuadan al público que me rodea de las maldades intrínsecas del libre mercado, o que las laboriosas estadísticas compiladas por Jan Goossens, con ayuda de Noam Chomsky ("En Estados Unidos, el 1% de la población posee el 39% de la riqueza") al final del programa, le produzcan el menor remordimiento o ganen para la revolución proletaria a uno solo de estos elegantes. Más todavía: apostaría que ni uno de ellos se ha tomado el trabajo de leerse este programa que le abriría la conciencia.

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En verdad, si algo demuestra esta representación de Mahagonny no es que las ideas políticas de Brecht hayan sobrevivido a la hecatombe del estatismo y el colectivismo marxistas, sino, más bien, que su genio literario era más sutil y más profundo que la ideología que lo animaba, y que, en una obra como ésta, podía emanciparlo de los estereotipos y lugares comunes, y llevarlo a expresar, como entre las líneas del mensaje político consciente, unas ideas, mitos o imágenes de contenido histórico y moral más originales y perennes, que matizaban la ideología explícita e incluso la contradecían. La ciudad de Mahagonny, que, por intentar materializar la utopía de la sociedad perfecta, destruye los sueños y las vidas de los pobres ingenuos que, como Jimmy Mahoney y Jenny Smith, acuden a ella en pos de la felicidad, no se parece en nada a la sociedad norteamericana que tuvo en mente Brecht cuando escribió la obra -ese Estados Unidos del jazz y de los rascacielos que arañaban las nubes que hechizó tanto como repelió a la intelligentsia alemana de la entreguerra-, y, más bien, las circunstancias han hecho que se asemeje cada vez más a aquello en que han quedado convertidas las sociedades como Rusia, que, al despertar de la enajenación del paraíso socialista que pretendía acabar con el espíritu de lucro y el egoísmo en las relaciones humanas, se encontraron en un verdadero infierno de anarquía, corrupción, violencia social, tiranía económica de las mafias, y lucha desenfrenada por el dinero (de preferencia, dólares). Si en alguna parte la prostitución se ha convertido, como en la Mahagonny manipulada por los implacables codiciosos que son la Viuda Begbick y sus matones, en la única escapatoria

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posible del hambre y la frustración de las muchachas sin recursos, no es en New York o Los Angeles -donde las prostitutas ganan más que los escritores y, además, no pagan impuestos- sino en la Cuba de Fidel Castro, una sociedad además en la que la lucha por el billete verde ha alcanzado las características feroces e inhumanas con que aparece en la ciudad brechtiana.

La obra que Brecht escribió en 1930, y que Kurt Weill musicalizó maravillosamente mezclando melodías populares con ritmos americanos en un alarde modernista que, sin embargo, rescataba también el mejor legado de la tradición operística alemana -presente en las alusiones irónicas al Fidelio de Beethoven- ha dejado de ser lo que en un principio fue, la crítica de la utopía de la sociedad capitalista y la creencia en el desarrollo económico ilimitado, para convertirse en la crítica de la utopía social a secas, de todas las utopías que pretenden traer el paraíso a la ¨Tierra y establecer la sociedad perfecta. Ésta no existe, o, al menos, no en este mundo de la perpetua diversidad humana, en el que todo intento de imponer una única forma de felicidad a todos se ha saldado siempre, desde la noche de los tiempos, con cuantiosos saldos de desdicha e infelicidad para los más, y donde, mal que nos pese a quienes no nos resignamos a renunciar a la búsqueda tenaz del absoluto, de la realización plena, del paraíso terrenal, el único progreso real y múltiple -económico, social, moral y cultural- no ha premiado la ambición sino la modestia, las sociedades que se han fijado como meta, en vez de la perfección, los progresos parciales pero continuos, la renuncia a la utopía y la asunción de lo que Camus llamó "la moral de los límites", forma delicada y embellecedora de envolver el pragmatismo y la mediocridad democráticas.

Cuando Ascensión y caída de la ciudad de Mahagonny se estrenó, el 9 de marzo de 1930, en la ciudad de Leipzig, hubo violentos incidentes por la reacción exasperada de un sector del público; y, cuando, casi dos años más tarde, en diciembre de 1931, Brecht y Weill consiguieron un empresario berlinés que se atreviera a montar la obra en la capital alemana, el escándalo fue también enorme. Cuánta agua ha corrido bajo los puentes desde esos tiempos belicosos y románticos en que las obras de teatro y las óperas exaltaban o exasperaban a las gentes hasta la vociferación y el puñetazo. Las cosas han mejorado en muchos sentidos desde aquellos días en que, alrededor de la puerta de Brandeburgo, los estalinistas y los nazis se mataban a tiros y palazos y los demócratas tiritaban, impotentes y miedosos, olfateando el inminente apocalipsis. Pero, al menos en algo, aquellos tiempos eran más claros que el presente. Entonces, cuando iban al teatro, los burgueses sabían lo que les gustaba y lo que no les gustaba y lo hacían saber, aplaudiendo o pateando. Ahora ya no lo saben, y los pocos que todavía distinguen entre sus gustos y disgustos artísticos ya no tienen el coraje de manifestarlo. Aquí, en el Festival de Salzburgo, el temor de que los llamen filisteos y reaccionarios los lleva a aplaudir todo lo que el revoltoso Gerard Mortier les pone delante: el excelente Mahagonny de esta noche, por ejemplo. Pero, ayer, aplaudieron con la misma buena educación un Don Carlo de Verdi donde Felipe II aparecía con un coqueto sombrerito cordobés y don Carlo y don Rodrigo disfrazados de bailarines de flamenco (había también una procesión de inquisidores encapuchados, ajusticiados en la pira, campesinos con hoces y martillos, y guardias civiles garcialorquianos). Me aplaudirían también a mí, probablemente, si, trepado en el escenario y con música de fondo de Luigi Nono, les cantara el Manifiesto Comunista, en clave de sol.

© Mario Vargas Llosa, 1998. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA.

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