Columnas
Se tambalean los pilares que sustentan el templo de papel de los más prestigiosos diarios estadounidenses; caen estrepitosamente los columnistas de sus pedestales de barro, atrapados en flagrante delito de fabulación, cuando no de plagio, acusados de haberse inventado historias más o menos truculentas para atraer impunemente el favor de los lectores.Y ello, despreciando toda objetividad, ese atributo mayestático que sólo comparten Dios y los periodistas, sagrados mensajeros de la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, que pasa por ellos como el sol por el cristal, sin romperse ni mancharse.
Perra suerte la de los columnistas americanos, sometidos a la inquisición de sus jefes, desterrados y encartelados con el sambenito de mentirosos, el peor de los insultos en un país cuya prensa tiene la especialidad de hacer de grandes mentiras contundentes verdades, del hundimiento del Maine a la Tormenta del Desierto.
Mi preocupación por el destino de estos colegas de Nueva York o Boston va más allá del corporativismo o la solidaridad profesional.
Mi inquietud brota también del miedo a que la ola inquisitorial se acerque a nuestras orillas, siempre proclives a tan santo oficio, una posibilidad nada remota dado el mimetismo que nos invade y la rapidez con la que se difunden en la aldea global las consignas del Consistorio de Washington.
Dispuesto a hacer examen de conciencia, al poner en remojo mis barbas y mis culpas, me siento abrumado por la enormidad de mis faltas.
Me acuso de haber faltado a la objetividad no en una, sino en todas mis columnas, de haber fabulado, extrapolado, manipulado y exagerado la realidad a mi antojo buscando la complicidad y el solaz de los lectores en detrimento de la información pura y dura.
Pero aquí los lectores conocen las reglas del juego, el código o el guiño, el pacto implícito que rige en este difuso subgénero a medio camino entre el periodismo y la literatura, entre la crónica y la fábula.
Un pacto que al parecer no debía funcionar entre los columnistas americanos y sus lectores, convencidos por lo visto de que todas las palabras que salían en los sacrosantos periódicos iban a misa.
Según sus rígidas leyes, los periodistas pueden y deben reproducir las grandes mentiras difundidas por los políticos o por otros periódicos, pero nunca inventar sus propias mentiras, por pequeñas o ingeniosas que sean.
Uno sabe, además, que su columna no sirve como pilar, base o fundamento de templo alguno, sino que más bien se trata de un aditamento decorativo totalmente prescindible. Y no sigo por no tirar más piedras sobre tan frágil capitel. Con esa libertad y tranquilidad de conciencia, el columnista puede descargar sus quimeras, sus sueños y sus obsesiones con el convencimiento de que forman parte del subconsciente colectivo de la comunidad.
Quizá sirvan estas ironías y fabulaciones como antídoto, o por lo menos analgésico, contra las emponzoñadas mentiras que nos sirven los titulares puramente informativos. Nada como una crónica efervescente después de haberse tragado, a palo seco, píldoras del tamaño de ruedas de molino, pildorazos como los que viene recetando últimamente, por poner un ejemplo flagrante, el Ministerio de Fomento.
Este ministerio despliega su campaña para convencer a nuestros vecinos segovianos de las ventajas de una autopista de peaje sobre una autovía gratuita, y les alecciona sobre la conveniencia de arrasar bosques, dehesas y nidos de águilas reales imponiendo una nueva tasa antiecológica en el trayecto Madrid-Segovia, que ya tiene su peaje, también injusto con el túnel del Guadarrama, algo más que amortizado.
Las peregrinas y pedestres mentiras del ministerio y de la Junta de Castilla y León sobre la criminal autopista tienen su colofón en las declaraciones del consejero autonómico Merino descalificando a los opositores a la misma, unidos en una plataforma para salvar a la sierra de sus salvadores. Son tiempos en los que la lucidez puede resultar descalificante, y la evidencia, subversiva.
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