Trueque postal
A falta de cromos, buenos son sellos. "Para la mayoría de los chavales de mi generación, una de las diversiones favoritas, dentro de las pocas que había, era coleccionar e intercambiar sellos", dice Javier de Gregorio, un septuagenario a quien la jubilación retiró de su trabajo en Standard Eléctrica para permitirle dedicarse en exclusiva a una pasión que descubrió en la adolescencia. Un domingo de 1933, con 13 años recién cumplidos, llegó a la plaza Mayor. Bajo los soportales de la Casa de la Panadería se arremolinaba una treintena de filatélicos, cartera en mano, absortos en un trueque dominical que se repetía desde hacía cuatro o cinco años. A ellos se sumó De Gregorio, profesionalizando así lo que hasta entonces no era más que una afición infantil. "Fui sobre todo a mercachiflear. Como no éramos ricos, la peseta que me daban mis padres los domingos apenas si daba para la entrada del cine Capitol. Tenía que buscarme unos ingresillos extras, y cada domingo que iba sacaba unos cuarenta céntimos. Una fortuna para la época y para mi edad".El avispado adolescente se adentró así en una ciencia aún incipiente. El primer sello de correos del mundo se había puesto a la venta el 1 de mayo de 1840 en Inglaterra, y su acogida fue tal que el primer día se vendieron 600.000 ejemplares. El black penny -llamado así por estar impreso en negro y costar un penique- venía a revolucionar el servicio de correos en todo el mundo. Hasta su aparición, el destinatario era el que tenía que abonar las postas en función del peso de las cartas y la distancia del remitente. La tacañería acallaba muchas veces la curiosidad por el contenido de las misivas y daba con la puerta en las narices al cartero. Otras veces, la picaresca ideaba contraseñas que, escritas en el sobre, evitaban abrir la carta y permitían devolverla sin pagar.
Fue un maestro inglés, Rowland Hill, quien decidió evitar la bancarrota de correos. Inventó las etiquetas engomadas, los sellos, que debían pegarse a los sobres por el remitente. Así aseguraba el pago del envío. Su nombre, mítico para los coleccionistas, seguro que no despertó los mismos sentimientos en los usuarios de correos del siglo pasado. España fue el décimo país del mundo en adoptar su invento, y el 1 de enero de 1850 sacaba la versión nacional del black penny, un sello de seis cuartos, también en negro y con el perfil de Isabel II. Se abría una veta inagotable para los amantes de las colecciones.
En Madrid fue a finales de los años veinte cuando los coleccionistas convirtieron la plaza Mayor en su base de operaciones. Setenta años después, el mercadillo es un ritual donde cada domingo husmean, intercambian y compran un millar de filatélicos aficionados, en su mayoría hombres de edad.
De Gregorio, que sólo ha faltado a la cita durante los primeros años de la posguerra, asegura haber visto desfilar de puesto en puesto "a todos los gerifaltes del franquismo". Su afición quizá estuviera condicionada por el hecho de que Franco fuera el personaje más repetido en la historia de la filatelia española. Sus 40 años en el poder han multiplicado su imagen en todos los colores y todos los precios, pero escasa de imaginación. "Ha habido emisiones que han durado más de veinte años, como la del 54, que estuvo en vigor hasta el 75, cuando murió. Sólo cambiaban los valores; los últimos costaron 20 pesetas", explica De Gregorio.
La omnipresencia del busto del dictador dejaba pocos recovecos para otros motivos. Madrid sólo ha tenido una serie específica en 1961, para conmemorar el cuarto centenario de la capitalidad. Fueron seis sellos con el monumento de Alfonso XII en el Retiro, el retrato de Felipe II, la Casa de la Villa, la Cibeles, la Puerta de Alcalá y el monumento a Cervantes, que hoy se pueden conseguir por 400 pesetas. Un precio módico si se compara con los dos millones que alcanzan los sellos de dos reales de 1851 y 1852 o las 600.000 de los ejemplares emitidos con motivo de un viaje de Franco a Canarias en 1950. En general, los sellos anteriores a 1965 tienen más valor, ya que a partir de esa fecha se incrementaron las tiradas. "Ahora, a la gente le ha dado por los sobres con matasellos de la guerra civil y sellos de ambos bandos", señala De Gregorio.
Averiguar el valor económico de los sellos y de las colecciones requiere una pericia de años. "Se valora la rareza, las cantidades emitidas, el estado de conservación, la demanda, si tiene o no el engomado original. En fin, se necesita una carrera. Yo, en los sellos, he aprendido más que en los libros", dice De Gregorio, al tiempo que rechaza que la filatelia sea una afición para gente de posibles. "Lo primero que hay que hacer es delimitar el campo, porque si no lo único que se consigue es una cosa descabalada". Hay colecciones, dice, "muy baratas y muy bonitas", y cita a un cliente y amigo al que asegura haber regalado millares de sellos de peseta de Franco. "No tienen ningún valor en el mercado, pero este hombre se recorre España para conseguir los que le faltan".
La filatelia con los años ha ido agotando su cantera. No ha perdido adeptos porque los coleccionistas conviven perfectamente con su obsesión. "Somos muy maniáticos", reconoce burlonamente De Gregorio. "El coleccionismo es para gente un poco chiflada". Admite que ha conseguido enrolar a pocos jóvenes en esta legión de chiflados. "Hasta hace algo más de una década, los chavales seguían coleccionando sellos. Ahora ya no. Prefieren los vídeos y la coca-cola".
El aumento de la oferta cultural y el desarrollo de las nuevas tecnologías de la comunicación han acarreado la decadencia del género epistolar. Mientras tanto, De Gregorio sobrelleva la jubilación en una minúscula oficina donde se amontonan catálogos y ficheros. "Si me quitan esto, me muero", asegura con la esperanza de concluir su colección particular de sellos franceses.
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