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"Es fácil descubrir al 'patero': es el único con chaleco salvavidas"

Los guardias civiles que patrullan el Estrecho están cansados de detener a inmigrantes clandestinos, aunque creen que su trabajo sirve, al menos, para evitar que perezcan en el mar

Carlos E. Cué

Son las diez de la noche. Como cada día, una lancha del Servicio Marítimo de la Guardia Civil en Algeciras, con cinco tripulantes, sale a patrullar el estrecho de Gibraltar. En la oscuridad absoluta de la noche, sólo se valen de su radar, que detecta cualquier embarcación, pero únicamente si se encuentra a menos de dos millas de la patrullera. ¿Qué buscan? Pues lo que haya, pero todos reconocen que lo que de verdad desean encontrar es una lancha con traficantes de hachís. Aprehender 500, 600 kilos de droga, es lo que les motiva y les "pone a cien", lo que les hace sentirse realmente "útiles a la sociedad". Pero su misión no es sólo la droga. Están ahí cada noche, navegando durante diez, 12 horas, para localizar alguna de las múltiples pateras que cruzan el Estrecho repletas de hombres -y de una o dos mujeres- que sueñan con el paraíso europeo. Todos los guardias civiles tienen alrededor de 30 años, llevan varios navegando el Estrecho y han perdido la cuenta de los inmigrantes que han detenido. "Bueno, si me apuras igual unos 500". Siempre es lo mismo: se detecta la embarcación y se acercan a ella de modo que el viento no lleve el ruido hacia la patera. Hasta que no la tienen a la vista no saben si es una lancha de traficantes de droga o de hombres. Una vez que avistan ese trozo de madera -"a veces parecen ataúdes"- repleto de miradas desesperadas, vienen los problemas.

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La patrullera es diez veces mayor que la frágil patera, y con la ola que forma podría hacer volcar. Dicen que se han acostumbrado, pero algunas veces aún les parece increíble que se mantenga a flote con la carga que lleva. Se acercan despacio.

Una vez, en aguas de Ceuta, tuvieron que dejar que volviera a tierra y que allí fuera interceptada. Estaba tan llena -38 marroquíes- que cuando la descargaron, la hélice no tocaba el agua. Además, iba a la deriva porque el piloto, o patero como lo llaman ellos, había soltado el motor para confundirse entre los demás pasajeros. Ésa es una de las obsesiones de los agentes: identificar al patero. Es el único que ha cometido un delito, que se ha lucrado. "Bueno, a veces no es tan difícil, porque es el único que lleva chaleco salvavidas", ironiza un guardia. Luego será acusado de un delito contra los trabajadores, penado con hasta tres años de cárcel. "Pero en un mes está en la calle con una fianza", se quejan.

El último eslabón

La mayoría de las veces los pateros, que son el último eslabón de una red, no son identificados y vuelven a Marruecos o Argelia repatriados como los demás. Entre los inmigrantes reina la ley del silencio. "Imagínate tú cuando vuelvan allí si los jefes se enteran que han largado. No sólo les cae una paliza, sino que además se pueden olvidar de repetir el viaje". La primera sensación que tienen Rafael, Ángel, Miguel, Julio y Juan Miguel, los tripulantes de esta patrullera, cuando suben a los inmigrantes a bordo, es de una impotencia total. Los inmigrantes no son violentos, se resignan. "Cuando nos ven saben que todo ha acabado. Han estado currando como bestias para ahorrar el precio del viaje, y en una noche, en un momento, lo pierden todo, y lo saben nada más vernos. Para nosotros es muy duro pero... es nuestra obligación", explica el cabo Rafael, el patrón.

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Las primeras palabras de los inmigrantes suelen ser nombres de ciudades o de países: Almería, Barcelona, Italia, Francia. Allí tienen familiares, es allí donde se dirigían, y a veces hacen un intento desesperado para que los agentes les dejen marchar. "Son buenos trabajadores, vienen a hacer los trabajos que nosotros ya no queremos, no hay un español que se meta a trabajar en un invernadero a 50 grados, y a mí que vengan no me parece mal, aunque tiene que haber algún tipo de control", dice Rafael. Miguel está de acuerdo, y aporta algunas ideas. "Las organizaciones no gubernamentales, en vez de armarla cada vez que hay algún muerto, podían ir a Huelva, a los freseros, y ver cuantos trabajadores necesitan. Luego se van a Marruecos, reclutan a los que haga falta, y se los traen legalmente".

Se quejan del comportamiento de algunas ONG. Dicen que cuando llegan a puerto con los detenidos, cuando de verdad hacen falta, a las tres o las cuatro de la mañana, nunca están. El que está es un cura del que sólo saben hablar bien. El padre Isidoro se dedica a traer, a cualquier hora de la noche, ropa seca para los inmigrantes. Se lleva la mojada para dársela a los siguientes. En el bar del puerto se encargan de preparar los bocadillos para los que llegan exhaustos y hambrientos. "De todo menos de cerdo, ya sabes", explica Juan Miguel.

Éstos guardias civiles no se dedican sólo a detener a los inmigrantes. Reflexionan sobre el problema, y lo ven muy claro. Mientras en Marruecos y en otros países sigan teniendo problemas de democracia y pobreza, seguirán llegando. Además, culpan a la televisión -que se recibe perfectamente en Marruecos- de vender un mundo irreal, una Europa idílica. También colaboran los inmigrantes que viven en Francia o Alemania y regresan a sus pueblos de vacaciones. (Por Algeciras pasan cientos cada día). "Llegan allí con sus Mercedes y los amigos piensan: pero yo soy tonto, ¿qué narices hago aquí?".

Reconocen que la solución policial "llega a pocos sitios", que es imposible impermeabilizar la costa. La tentación es muy fuerte. En los días claros de poniente, que son muchos en esta época, desde Marruecos se distingue perfectamente la silueta de la costa española. "Es imposible, por mucha valla y mucha frontera que pongas, impedir que ellos se las salten. Si había gente que hasta saltaba el muro de Berlín, con lo que era eso" dice Juan Miguel.

El teniente coronel José Carlos Díaz Trigo, jefe de la Comandancia de Algeciras, explica que los marroquíes ven la costa tan cerca que a veces usan métodos inverosímiles para cruzar el Estrecho: un pedal de los que se alquilan en las playas, una barca de plástico con remos, e incluso unas simples aletas y una tabla de corcho.

Inmigrantes en el monte

Los inmigrantes, cuando consiguen llegar a la costa de Algeciras, se quedan en el monte, esperando la oportunidad para viajar a Almería, o fuera de España. Aquí es donde actúan Francisco Miguel y José María, que patrullan las zonas más inhóspitas del monte de Algeciras con un Patrol. En dos años trabajando, Francisco Miguel, con 22 años, ha detenido a unos 50 inmigrantes. Algunos vagaban por la carretera, pero a la mayoría los encontró de noche, pateando el monte con una linterna. Reconoce que "se cuelan más de los que se pillan", y recorriendo el monte con el Patrol es fácil ver por qué. Kilómetros de maleza, infinidad de escondites, y contra eso, un coche con cuatro hombres. Los dos cuentan cómo una noche llegaron cuatro pateras a la vez. Ahí estaba casi toda la dotación de la Guardia Civil en Algeciras, pero los inmigrantes eran más. "Unos 120". Sólo consiguieron detener a la mitad, los demás huyeron por el monte.

Lo primero que hacen los inmigrantes cuando llegan es cambiar la ropa mojada por una seca, que traen en una bolsa o les proporciona la organización. Las zonas más escondidas del monte están plagadas de pantalones, zapatillas, e incluso un hiyab, un pañuelo de mujer. Luego intentan llamar a un taxi que les lleve a algún sitio donde puedan encontrarse con sus familiares y ponerse a trabajar.

Los guardias civiles prefieren detener a narcotraficantes que a inmigrantes clandestinos, pero tampoco creen que deba dejarse entrar sin ningún control a todos los que quieran trabajar en España. No quieren sentirse "frustradores de sueños", como dice Miguel. Pero creen que su trabajo es útil. Sobre todo porque, según ellos, si no estuviesen ahí para interceptarles, la mayoría de los inmigrantes clandestinos moriría en el intento de llegar a Europa.

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