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Violencia privada

JULIO SEOANE Hoy más que nunca, más que en cualquier década anterior, parece necesario distinguir con la mayor claridad posible entre violencia pública y violencia privada. La pública incluye las guerras, la violencia política, una gran parte de los terrorismos y otras pasiones colectivas. La otra, la privada, es una violencia individual, entre personas, y abarca las agresiones familiares, escolares y hasta las infantiles, por poner algunos ejemplos. Resulta difícil decidir cuál de las dos resulta más repulsiva, pero la violencia privada casi siempre es más informe, irracional y desproporcionada. Con razón o sin ella, con datos a favor y en contra, todos tenemos la sensación de que la violencia pública ha descendido considerablemente a lo largo de las últimas décadas, bajo la consigna del pacto y de la pacificación. Sin embargo, nos invade cada día más la sensación de un aumento descontrolado de violencia privada. Niños cada día más jóvenes cometiendo horrendos asesinatos, parejas que se rompen utilizando la violencia física, mujeres maltratadas y agredidas hasta la muerte, ancianos que descargan sus iras sobre allegados y próximos. Sucesos que nos parecen inexplicables y que ocurren, al margen de diferencias estadísticas, tanto aquí como allá, en Arkansas o en Valencia. No parece que la aceptación generalizada del pacifismo, el rechazo verbal de la violencia, los cantos a la tolerancia o a la solidaridad estén dando muchos frutos en este terreno. Tenemos que enfrentarnos con una mayor dosis de sinceridad a la cons-trucción individual de la violencia de hoy. Y uno de los hechos más evidentes en este sentido, por incómodo que pueda parecer, es que el desarrollo individual como valor, la privatización de los sentimientos, de las creencias, el intento de legitimar cualquier tipo de deseo personal, está llegando al límite de lo que puede soportar y gestionar la autonomía e independencia individual. Nuestras sociedades actuales están construidas bajo el valor generalizado del individuo, de la secularización y privatización de lo que quieren, piensan y sienten los ciudadanos. Sin embargo, al igual que los hoteles en plena temporada turística, los individuos empiezan a sufrir sobrecarga, en este caso de deseos, de pensamientos y de sentimientos. Y esta sobrecarga tiene como resultado la violencia como fórmula para resolver conflictos. Resulta paradójico que ante los excesos de la privatización se pidan soluciones institucionales, es decir, más leyes, endurecimiento de la justicia y actuaciones policiales. Esa no es la solución, ni el Estado ni las instituciones tienen ya posibilidades reales; la única salida para el aislamiento y la sobrecarga individual es la socialización de los conflictos. La sociedad tiene necesidad de educar y enseñar nuevas formas de deseo, nuevos pensamientos y nuevos sentimientos ante un nuevo mundo. El individuo, la familia, la educación y todo tipo de relaciones sociales necesitan con urgencia una terapia de valores, todos relativos pero también necesarios para la convivencia. En palabras de un viejo antropólogo, es absolutamente necesario distinguir entre el relativismo cultural y el comportamiento relativo de los individuos dentro de una sociedad determinada. La otra cara de la moneda es la violencia privada, la forma más sucia de la agresión irracional.

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