La mirada del ahogado
La tragedia de la muerte de 38 inmigrantes marroquíes y la vergüenza del rescate de sus cuerpos tiene grandes posibilidades novelescas o cinematográficas. A Conrad le hubiera interesado el episodio del encuentro nocturno con el barco que debía llevarlos a Almería, el temor del (necesariamente) poco escrupuloso patrón a que los 43 inmigrantes -aterrorizados por la noche y la mar brava- le abordarán, su negarse a recogerlos, embestir a la patera y hundirla, dejando tras él 38 náufragos que pronto serían otros tantos cadáveres bailando lentamente bajo el agua. Podría convertir el barco en un Patna e incluir en la tripulación a un Lord Jim que desde entonces hasta su muerte expiatoria viviera perseguido por el miedo visto en los ojos de los marroquíes abandonados. Pero, hasta hoy, este drama no ha tenido ni novelista ni cineasta -una patera no es el Titanic- que se ocupe de él. Tampoco ha tenido políticos que lo afronten con tenacidad, ni ha logrado concentrar a multitudes que expresen su solidaridad con los ahogados cantando y encendiendo mecheros. Estos muertos no son nuestros, sus asesinos son invisibles o, lo que no es cómodo de reconocerse, somos nosotros, nuestro orden económico, nuestro cerrar las fronteras a los desesperados. Además, forman parte de una invasión que perturba nuestra seguridad (delinquirán), atenta contra nuestros valores (otra raza, otra religión, otra cultura: inferiores), fomenta el paro (se dejan explotar legalmente o esclavizar ilegalmente) y hace crecer, lo que preocupa a los talantes más refinadamente fascistas, a la nueva Europa ya no blanca, sino multirracial, ya no cristiana, sino multirreligiosa, ya no de identidades nacionales, sino multicultural. ¿A quién habrá de extrañar que no haya lágrimas para ellos? Pero, cuidado: las lloraremos todas juntas. "No hay barrera o alambrada que pueda frenar el avance hacia la dignidad de multitudes que padecen hambre o sufren violencia", afirmaba el editorial de este periódico, el pasado viernes. Andalucía es una de las fronteras que separan las zonas de hambre y violencia de las de consumo y democracia. Tiene que optar, junto al Estado español, por enfocar la cuestión no sólo policial y administrativamente, sino sobre todo global y solidariamente; por pertenecer a una Europa ultraliberal olvidada de los más desfavorecidos (de dentro o de fuera: tan gueto son las zonas marginales de nuestras ciudades como el Magreb) o por escoger modelos de desarrollo solidario e instar al Gobierno para que apoye en los foros intereuropeos una política de cooperación económica. Es su elección y su libertad frente a un final que ya está escrito: nada podrá frenar esta huida del hambre. La miseria es como el cuerpo de los ahogados: sólo se hunde y desaparece temporalmente; al final siempre sale a flote, acusadoramente. Los ojos de los ahogados miran a Europa, y le acusan de provocar en parte su miseria con su política colonial, después con su abandono y finalmente con su cerrar las puertas a la desesperación. Esa mirada, y no ninguna invasión de famélicos, es lo que erosionará hasta destruirlo -por revelarlo falso- nuestro fundamento de racionalidad y democracia.
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