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Boqueras

En este tercio de siglo han sido frecuentes las informaciones sobre catástrofes originadas por ramblas y barrancos en la fachada oriental de España, resaltando, y no sin motivo, la temeraria urbanización de lechos ordinarios y sectores inmediatos a ellos de los respectivos llanos de inundación. Algunas noticias han ido más allá, al apuntar, también con razón, que las crecidas de estos cursos, habitualmente secos, parecen haber adquirido estas últimas décadas mayor entidad; y casi de manera generalizada, últimamente se ha responsabilizado del fenómeno, sin pruebas, al supuesto cambio climático, hipótesis por verificar. Sin embargo, no se ha concedido atención a una causa más próxima, y, por evidente, de difícil rechazo, como es el abandono y desorganización de los sistemas de captación de aguas de avenida para riego. Este proceso tiene doble consecuencia: por un lado, la ruina de las terrazas favorece la rápida concentración en el colector de mayores volúmenes de aguas y cargas sólidas; y, además, las derruidas boqueras han dejado de derramar en tierras aledañas aluviones y aguaduchos con la elevada eficacia que lo hicieron hasta mediada la centuria actual. Ya nos hemos ocupado en otra ocasión del desmoronamiento de las terrazas, consideramos ahora, brevemente, el descuido y rotura de las boqueras. La utilización de turbias ha permitido en el pasado transformar secanos en regadíos eventuales y completamente las disponibilidades de agua insuficientes de los regadíos deficitarios creados en torno a ríos-ramblas, de los que constituyen ejemplos prototípicos los del Monnegre y Vinalopó. La derivación, parcial o total, de la riada se ha realizado secularmente mediante la construcción, en el cauce aparente, de un dique que desvía aquélla, por un canal, hacia los campos cercanos; el conjunto de este dispositivo recibe, por extensión, el nombre de boquera. Dicha presa se disponía transversalmente a la corriente o de modo que formase con ella ángulo muy abierto. Salvo en las boqueras de utilidad pública, el muro no interrumpe el curso en toda su anchura; el derecho consuetudinario establece que los aprovechamientos de turbias no podrán cubrir con la toma de la boquera más de un tercio del lecho, dejando libre el resto en beneficio de los predios inferiores, a no ser que se hubiesen obtenido derecho a atajar toda la corriente por concesión administrativa o prescripción. Ha sido muy diversa la categoría de las boqueras: desde los caballones cuya altura no sobrepasaba medio metro, llamados, para evitar daños en los bancales, a ser arrastrados, por una corriente medianamente impetuosa, a los azudes que cerraban, en toda su amplitud, los lechos ordinarios de los ríos-ramblas; como sucede con las presas de Mutxamel, Sant Joan y Campello en el Monnegre, hoy terraplenadas y fuera de servicio. Para el Vinalopó, el historiador ilicitano Ibarra señalaba, a comienzos de siglo, que "las aguas de avenida han sido en todo tiempo muy solicitadas por nuestros antepasados; testimonio de ellos son los Azudes del Derramador y otros varios existentes en estos barrancos, habiendo desempeñado, siempre que la ocasión se ha presentado, papel importantísimo en este término, tan falto de aguas de pie y lluvias periódicas". Alusiones a las boqueras, con denominaciones varias, menudean en fuentes musulmanas anteriores a la conquista cristiana, en los repartimientos de ésta y en muchos textos posteriores, hasta cuarenta años atrás, cuando se inicia el desinterés, pronto total, por este tipo de riegos. Multiplicados y difundidos en época musulmana, su origen es, empero, anterior, al menos romano, como prueban, sin lugar a dudas, los hallazgos arqueológicos. Es de destacar que en los regadíos deficitarios, como el de Elche o la propia Huerta de Alicante, el empleo de turbias ha representado tradicionalmente recurso de primer orden para paliar la escasez y carestía del agua disponible, evitando, en muchas ocasiones, que el coste de ésta, al adjudicarse el turno de riego en subasta, resultase prohibitivo para el campesino; en secano, los resultados eran aún más definitivos y terminantes: las aguas de avenida suponían, con asiduidad, la premisa indispensable de la cosecha. Mantenidos y mejorados los aprovechamientos de turbias hasta los años cincuenta, desde entonces, con la apertura de nuevos horizontes laborales y otras perspectivas agrícolas, su decadencia, hasta el más completo abandono, ha sido rápida y total. El éxodo rural hacia el extranjero o los núcleos urbanos, con la fuerte mengua de la población activa agraria, ha tenido fatales consecuencias para los regadíos de turbias, de los que apenas queda, fuera de labradores de avanzada edad y de estudiosos, memoria histórica. Así, las boqueras que, al derivar aguas en numerosos puntos de ramblas y barrancos, rebajaban las puntas de crecida, han dejado de hacerlo. Por ello, a igualdad de las restantes condiciones, las avenidas de estos cursos, muchos de ellos sin control alguno, revisten hoy mayor magnitud y peligro que antaño. Bueno será recordarlo a quienes, con afán especulativo o por mero desconocimiento, urbanizan, sin corrección hidrólogica ni precaución alguna, campos de inundación o hasta invaden con construcciones lechos ordinarios. Es de notar asimismo que la transformación de suelo rústico en urbano trasciende la mera cuestión legal, y requiere, sobre todo en la franja costera, estudios de escorrentía, que pueden desvelar, entre otros extremos, la existencia de una olvidada e inadvertida boquera, capaz de desencadenar, tras el aguacero copioso e intenso, un desastre mortífero. Así, la incuria acarrea, a veces, no ya la pérdida de un eficiente mecanismo de defensa frente a las llenas de cauces secos sino, incluso, su mutación en agente de desolación y muerte.

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