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Justicia

SEGUNDO BRU Consideraba que lo adecuado para estas fechas sería escribir acerca de las cigarras, moscas, avispas, hormigas y otras delicias estivales cuando va la tozuda realidad y arruina tus relajados planes entomológicos. Pertenece uno, por imperativos de la edad y del lugar de nacimiento, a una generación puente entre culturas, no en el sentido habitual del término sino más bien en el antropológico. Los que han visto el cambio más trascendente desde el hallazgo del fuego como ha sido el dominio del frío en nuestro hogares sin depender de la nieve de las sierras, ni de las barras de hielo industriales. Los que todavía han visto el carbón, antes que el petróleo, como elemento básico en las cocinas de su infancia. Aquellos para los que un candil no es un elemento decorativo sino un recuerdo nítido de cómo se iluminaban en las casas de los montes. Quienes han aprendido sin necesidad de libros el milenario ciclo cerealista que pasaba por la siega manual de las mieses y la obtención del grano con trillos de sílex en las eras aplanadas con el rulo de piedra arrastrado por mulas. En aquellos años, y algunos después, el Tour seguía siendo el Tour, la odisea ciclista en que la gendarmería se limitaba a despejar las carreteras a su paso. En aquellos años nadie sabía el nombre de los banqueros, a lo sumo que mayormente eran vascos o del Opus, y los jueces eran personas de aire severo que vestían traje oscuro, perfectos desconocidos fuera de su ámbito familiar o jurisdiccional y que, además, solían figurar entre los primeros puestos sus respectivas promociones en la facultad. Todo aquello se fue con el viento. Los banqueros son personajes habituales de las revistas del corazón y las crónicas de tribunales y cualquier chaval puede recitarle el elenco de jueces -y hasta fiscales- de la Audiencia Nacional como antes se sabían de carrerilla aquello de Zarra y Gainza. Habiendo establecido lo arcaico que soy no sorprenderá que prefiera, como Azaña, hablar de la Administración de Justicia antes que de un concepto ajeno a nuestra tradición jurídica y política como es el de Poder Judicial y que, como Azaña, considere que no es una cuestión baladí ni puramente semántica sino que encierra dos concepciones diferentes del Estado, por mucha retórica acerca de Montesquieu que nos endilguen quienes jamás han leído una sola línea suya, que suelen ser los mismos que siguen repitiendo como papagayos frases hechas sobre gobierno, prensa y democracia acuñadas a fines del siglo XVIII en un país que nació para no pagar impuestos, en el que las noticias del Congreso tardaban tres meses en llegar a las montañas de Kentucky y en el que quien bautizó al cuarto poder, Jefferson, solía repetir -lo cual se obvia sistemáticamente- que, con frecuencia, lo único cierto en los periódicos suelen ser los anuncios por palabras. Y dicho lo cual pues estamos en que, como certeramente apuntaba Pérez Royo, los votos de cuatro jueces, por fundados que sean, son aritméticamente menos que siete y que, en definitiva, la justicia sólo cabe esperarla en el reino de los cielos mientras que en este valle de lágrimas deberíamos contentarnos con la estricta aplicación del derecho. Y suele ocurrir que ni eso.

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