Bicicletas
El verano no era para las bicicletas en el barrio de mi infancia, que aún no se llamaba Malasaña; las empinadas cuestas de sus calles adoquinadas (el terrible pavé tan temido por los ciclistas) bastaban para disuadir a cualquier aprendiz de Bahamontes, héroe sobrio y enjuto de aquellos años, notable especimen de una raza cetrina y fibrosa dotada de una inmensa capacidad de sacrificio, que los especialistas de los medios coincidían en llamar numantina.Ni los ecos triunfales de los comentaristas de la radio, que se escapaban por los balcones abiertos, servían para animar a los chavales que jugaban en la calle, no tenían madera de héroes y era mejor que no la tuvieran, porque tampoco daban los caninos presupuestos familiares de entonces para comprar bicicletas a los niños. Con imaginación y resignación, aquellos críos hacian su vuelta y su tour con chapas de botella sobre el estrecho bordillo de la acera, o en pistas de tierra, abiertas a mano, o a dos manos, según la categoría de la etapa, en el parque más próximo.
Los únicos ciclistas que se veían por aquellas calles eran los lecheros con sus triciclos, jóvenes o maduros repartidores a domicilio, raza de potentes escaladores que ascendían cada día su Tourmalet, su Galibier y su Alpe d"Huez empujando sus pesados cajones. Algunos de aquellos titanes se convertirían con el paso del tiempo en profesionales del ciclismo, tras largos años de durísimo entrenamiento.
Lo de las chapas era más relajado, más artesanal que heroico, y Malasaña, o Maravillas, era sobre todo un barrio de artesanos, y los hijos de los artesanos, ayudados muchas veces, aunque lo negasen, por sus progenitores, eran capaces de convertir una humilde chapa de cerveza El Águila o de Coca-Cola en un instrumento de precisión, una pequeña obra de arte menor, con la efigie del esforzado ciclista, entronizada y protegida por un cristal enmarcado con masilla, jabón Lagarto, cera o miga de pan.
Las chapas de Martini o Cinzano, de menor diámetro y diseño italiano, más ligeras y manejables, funcionaban como aerodinámicos y veloces prototipos, de gran rendimiento en los sprints, pero demasiado ligeras, según los expertos, para desenvolverse bien en las curvas de los trazados montañosos.
Los chavales del barrio tenían su particular deporte de riesgo, el descenso a tumba abierta por las pendientes callejeras a bordo de rudimentarios trineos de acera construidos con una caja de frutas, cuatro rodamientos a bolas y múltiples, rudimentarios e ingeniosos, mecanismos de dirección y frenada. Antes del skating y del snowboard aquellos arriesgados pioneros se lanzaban en posición horizontal sobre la tabla, con la cabeza por delante para aterrizar en la vaguada que forma la calle, el valle, del Pez. Un deporte felizmente extinguido y que hoy resultaría suicida.
Como Aníbal, Federico Martín Bahamontes, El Águila de Toledo, volaba sobre los Pirineos y los Alpes por encima del pelotón, con imperial y olímpica prestancia, hacía fácil lo más difícil y tenía sus dificultades con las facilidades del llano y las escaramuzas del sprint. La raza bicibérica es así, los más reputados ciclistas autóctonos, que coronaron sin despeinarse ni romperse las cimas más hostiles y escarpadas, sucumbieron luego luchando contra sí mismos en las solitarias andaduras de la contrarreloj.
Bípedo irredento y sedentario, el que estas líneas suscribe aún mantiene intacta toda su admiración por el que le parece el más esforzado de los deportes y el único abocado a una frenética lucha de clases entre gregarios, que no pueden ganar una etapa sin el consentimiento del jefe, y estrellas que hicieron su aprendizaje en las mismas condiciones.
Admiración que no disminuye sino aumenta ante el acoso que esa sufrida y explotada raza de atletas sufre, en manos de sátrapas, burócratas y terapeutas que nunca se pelaron ni el alma ni el culo sobre el sillín.
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