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¡Dios ha muerto y Marx, también!

Les incito, amables lectores, a que analicen conmigo una de las pintadas más célebres de nuestra época atómica. Corrían a su consumación los fascinantes años sesenta y un joven contestatario, que bien habría podido ser mi padre, pintarrajeaba con desparpajo una de las fachadas parisinas del mayo del 68 francés, con una frase tan penetrante que define nuestro aguerrido siglo: "Dios ha muerto, Marx ha muerto y yo ya no me encuentro muy bien". El anterior enunciado, nos exige, al menos, un tratamiento filosófico y otro más íntimo o existencial. Si no les incomoda, iniciaremos el recorrido de la mano de la Filosofía, de esta madre de las ciencias tan estimada por todos excepto, a lo que parece, por el Ministerio de Educación. En este quehacer, primeramente habremos de observar los motivos conforme a los cuales, según Nietzsche, Dios ha muerto; para más tarde dejaremos el breve examen de las causas del fracaso histórico de los regímenes políticos inspirados en la filosofía de Marx. Con ambos análisis, advertiremos el desmoronamiento de las dos más grandes utopías del mundo Occidental. El genial Nietzsche, en su obra "Así habló Zaratrusta", nos muestra a Zaratrusta -un profeta del año 1000 antes de Cristo- como uno de los principales responsables del engaño de los filósofos idealistas y de las religiones dogmáticas que envenenan los espíritus con la promesa de otros mundos imaginarios o con paraísos celestiales tan inexistentes como el cuadrado de tres lados. Por esa razón, el mismo originador debía de ser quien habría de deshacer la farsa. Por ello mismo, se trata de un profeta atípico -al cual utiliza Nietzsche como personaje literario- que se dedica a predicar la buena nueva de la muerte de Dios. Pero, ¿qué representa tal acontecimiento funerario? Ni más ni menos que Dios ha muerto en la mente de los seres humanos cuando éstos han abandonado la fe en Él, aún cuando algunos continúen viviendo hipócritamente como si existiera. También se ha de interpretar a la manera del indispensable Feuerbach, cuando los hombres se han percatado de que Dios o los dioses son el fruto de la imaginación humana, no siendo, tales divinidades, ni siquiera autores de su propia existencia irreal o quimérica. Volviendo a Nietzsche, el filósofo de la muerte de Dios, la divinidad había de fenecer porque el concepto de Dios es hostil a la vida: la fe es signo de debilidad, de cobardía y de decadencia. Asimismo, considera que el cristianismo actúa sobre las personas haciéndolas resignadas e incapacitándolas para el desarrollo del espíritu libre; de ahí que, una vez comprendida la existencia fantasmagórica de Dios, el hombre logre rechazar los valores falsos o celestiales y concederse a sí mismo otros verdaderos o terrenales: auténticos, placenteros, dionisíacos, vitales y claramente ascendentes. Antes de considerar los aspectos más existenciales, que para muchos de ustedes acaso serán los más interesantes, veámos por qué Marx ha muerto. Verdaderamente, Marx como el utópico Jesucristo, estaban de antemano condenados al más estrepitoso fracaso, puesto que los dos anunciaron las dos más grandes ingenuidades que en el mundo han sido: el filósofo, una sociedad perfecta sin clases sociales; el mesías, al creer que el amor podría cambiar el mundo. Centrándonos en el marxismo -aunque, por parecidas razones, sucede lo mismo con el cristianismo-, sobrecoge un sentimiento de pena. Da grima, se siente lástima al contemplar intelectualmente cómo el movimiento obrero y el comunismo se originaron debido a que la explotación capitalista -del hombre por el hombre- fue inmisericorde. El proletario u obrero de las fabricas fue expoliado en Europa -en el siglo XIX y principios del XX- tan salvajemente que hubieron de unirse en revolución con el fin de derrocar al opresivo sistema capitalista de producción. Sin embargo, la misma miseria de la naturaleza humana, de suyo tan sumamente egoísta y raramente no insolidaria, había sentenciado duramente al socialismo bolchevique ruso incluso antes de su triunfo revolucionario en la antigua Unión Soviética. Y alguno de ustedes se preguntará por la causa de este bello ideal arruinado, pues ésta se debió a que si somos egoístas por naturaleza -aunque unos más que otros, ya que siempre ha habido clases-, entonces ¿cómo habría de sobrevivir un sistema político que garantizaba el trabajo a la totalidad de su ciudadanía y donde, al ser todos funcionarios del Estado, el estímulo a la producción y la eficiencia brillaban por su ausencia? Por lo tanto, el comunismo estaba a la espera de su aniquilación, ya que correspondería a algo viable sí y sólo sí los seres humanos fuésemos ángeles, mas no animales programados genéticamente a buscarnos, a muerte, el sustento físico y el bienestar. De aquí que el capitalismo resulte más eficiente y competitivo económicamente, por manifestarse de total conformidad con las motivaciones instintivas de nuestra poco angelical especie animal. Y una vez concluida la antecedente disertación filosófica, adentrémonos en otras consideraciones ya más existenciales. ¿Cómo el joven autor de la pintada, como muchos de nosotros, no había de encontrarse alicaído si Dios -la salvación en el más allá- y Marx -el paraíso en el más acá- han sido sacrificados: el primero, en la cruz; el segundo, por el veredicto de la historia? Desde luego, el sino del hombre occidental contemporáneo se nos presenta a cada uno de nosotros como un ser individualista que se siente obligado a andar solo por la vida, sin ideales religiosos ni políticos y mirando de reojo a sus compañeros de viaje, por temor a la puñalada asesina. Pero no hemos de atribularnos por el pesimismo sino más bien admitir que, a pesar del fallecimiento de Dios y de Marx, aún quedan otros ideales por los cuales vivir y luchar: por la mejora del medio ambiente, en contra de la superpoblación humana, a favor de sistemas políticos menos injustos y afirmando los valores terrenales por encima de todo, pues el hombre emancipado ha de amar esta vida por muy dramática que sea, aun cuando hayamos de afirmar: voy, gracias a Dios, de ateo y librepensador por este trágico mundo.

Raimundo Montero es profesor de Filosofía.

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