_
_
_
_
Tribuna:DÍAS EXTRAÑOS
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Cuenca

Hace un montón de veranos, sin dinero, sin novia y, consecuentemente, de no muy buen humor, me fui a pasar unos días a Cuenca, uno de esos lugares en los que nunca había pensado poner los pies. No por nada, sino porque uno siempre había buscado en los viajes un punto de exotismo del que, en mi desautorizada opinión, Cuenca carecía. Pero ese verano no tenía mucho donde elegir, así que decidí aceptar la invitación de mi amigo J., quien, desde que se había casado con V., pasaba los agostos en la mansión conquense de la abuela de su esposa, la inefable doña Pilar, y aseguraba que se estaba divinamente. Tenía razón. Aquello era lo más parecido a uno de esos veraneos a la antigua de los que hoy día ya sólo disfrutan Eduardo Mendoza y cuatro señores de Barcelona más. La casa de doña Pilar era una estupenda mansión en el casco antiguo de la ciudad, siempre llena de hijos, nietos y bisnietos de la propietaria, y, aunque algún energúmeno hubiera afeado su fachada con la desagradable leyenda Fuera catalanes, a los gorrones que la infestábamos nos daba lo mismo esa muestra de xenofobia autonómica. La cosa, por lo que creo recordar, consistía en saquear la nevera a todas horas, dormir hasta las tantas, acercarse al río para darse un chapuzón en sus gélidas aguas y dejar pasar la noche en los bien provistos bares de la zona. Vamos, algo así como los veranos de Charles Ryder y Sebastian Flyte en Brideshead, pero con figurantes. Uno de los mejores era Enrique, un pintor español nacido en Houston que hablaba un hilarante castellano con acento a lo Laurel y Hardy y que jugaba estupendamente al billar. No contento con eso, salía con una chica guapísima llamada Ana que, a la sazón, era hija de Antonio Saura. Creo que fue ella la que me presentó al artista recién fallecido, y recuerdo que la perspectiva de hablar con él me asustó, pues le había precedido su fama de tipo agrio. Acudí a la cita como el que va al matadero, convencido de que mi destino, como periodista underground y guionista de comics, era ser masacrado por el gran hombre. Me equivocaba, como me había equivocado años atrás, en Los Angeles, al ser presentado a su hermano Carlos. Yo creía que el responsable de tantas y tan sesudas películas antifranquistas a la fuerza había de ser un sujeto severo y tenebroso de conversación aburrida, pero lo cierto es que se trataba de un tipo simpático, que aseguraba que a él, lo que más le gustaba del mundo, era las motos, especialmente las de la marca Harley Davidson. Lo mismo me pasó con su hermano. El sujeto supuestamente antipático era un caballero amabilísimo y con el mismo sentido del humor que el cineasta que, para colmo de alegrías, era aficionado a los comics y tenía una colección nada desdeñable de tebeos clásicos norteamericanos de la edad dorada. Gracias a él, ese veraneo tuvo una guinda socio-cultural de muchos bemoles, de ésas que las almas sensibles y momentáneamente atribuladas siempre agradecemos. Quienes le conocían bien, lo que nunca fue mi caso, aseguraban que el hombre se relajaba muchísimo en Cuenca, y que incluso encajaba con agrado la enésima versión que doña Pilar le endilgaba de su encuentro infantil con su majestad don Alfonso XIII o los suplicios de erudición tebeística a que le sometía mi monotemático amigo J. No me extraña, pues el generalizado ambiente de tranquilidad y buen rollo que se respiraba en el casco antiguo de la ciudad era algo que a uno le retrotraía a épocas no vividas. Hace mucho que no voy a Cuenca, y la muerte de Antonio Saura es otro motivo a añadir a los que ya tenía para quedarme en casa. La hermosa Ana falleció hace unos años a causa de un mal hábito. También murió doña Pilar, que debe estarle explicando al Altísimo lo buen mozo que era don Alfonso XIII. No he vuelto a saber nada de Enrique, aunque supongo que sigue siendo imbatible al billar. J. y V. se separaron, pero siguen siendo buenos amigos. Cuenca para mí ya solo es, como la ginebra Bombay, un estado mental.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_