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Nudismo de interior

Es un lugar común, o sea, lo más parecido a una tontería, comentar la indefensión del ciudadano ante el calor y la preferencia que los madrileños mostramos por el invierno. Del frío es más fácil protegerse, sobre todo si se cuenta con un techo que nos guarde, unas mantas, abrigo, bufandas y esas cosas cuya mera mención en estos días parece una falta de urbanidad. Tenemos un verano de aúpa, con desfase inusitado -o nos parece- de los fenómenos atmosféricos propios de la estación. Vienen muy espaciadas las fuertes tormentas, el hondo retumbar del trueno, la fascinante rúbrica del rayo y el jarrear de las nubes, que benefician a las plantas y a los humanos, salvo, quizá, a los promotores de espectáculos a cielo abierto. Recordemos que, en otros tiempos, muchos de los habitantes que permanecían en la capital durante estas semanas inclementes, especialmente los varones, estaban obligados a concurrir al trabajo, si no era manual, vestidos de la forma que se consideraba "conveniente", es decir, con camisa de cuello duro o blando, corbata y chaqueta. Era inconcebible entrar en un banco, una oficina pública o un comercio donde los hombres apareciesen despojados de la prenda exterior y los adminículos. Hoy, salvo en El Corte Inglés y algunas tiendas elegantes y caras de la calle de Serrano, aquello ha desaparecido. Vaya enhoramala.Tenemos el aire acondicionado, que se extiende y populariza, aunque sea origen de catarros, gripes e incluso legionellas, pero no es general, y la entrada y salida en recintos refrigerados sea lo más parecido a la ducha escocesa y a la incertidumbre infligida varias veces en la misma jornada.

El secreto puede estar en el planteamiento estratégico de la lucha contra el calor, que es empresa individual e intransferible, especialmente cuando se refiere a la permanencia en el hogar, que debe demorarse cuanto fuere menester. Una de las cosas esenciales consiste en renunciar a la arraigada teoría de que las corrientes de aire sirven de lenitivo. Quizá bien entrada la noche y hasta que el sol haya asomado sobre nuestras cabezas, pero antes de esos momentos es franquear el acceso al calor, ese vaho de horno en el que hemos pasado algunas de las últimas fechas. Años de perseverancia me ha costado imbuir a mi competente asistenta la sencilla evidencia de que al bochorno es preciso cerrarle puertas, ventanas, persianas y, si es preciso, echar las cortinas.

Fórmula de casi seguro éxito es la de prescindir, en casa, de cualquier tipo de vestimenta, aunque esto sea únicamente válido para quienes viven solos o para las parejas de buena concordancia, pues el desnudo integral y doméstico, como el tabaco, puede dañar seriamente la convivencia. Encierra algunos inconvenientes, como son los de que, en actitud de reposo, cambiamos la ropa por el contacto, mucho más agobiante y sin intermediarios, de la caliginosa tapicería de butacas, sofás y muebles mullidos. Son momentos en los que quisiéramos trocearnos, a la busca de superficies lisas, aisladas. Se echa de menos la decoración interna de los japoneses, que, según nos muestran las películas respectivas, moran en habitaciones austeras y con apariencia de confortable frescor.

El nudismo íntimo -si se dan las circunstancias adecuadas- no evita sudar la gota gorda, pero sí, con la necesaria mesura, permite que la transpiración se enfríe sobre la piel, maniobra delicada que, como saben aquellos que sobre el asunto tienen suficientes nociones, origina la evaporación y refresca deliciosamente la epidermis. Considero muy práctico invento esa pequeña, redonda y telescópica mirilla en la puerta, que permite decidir si revelamos nuestra presencia o dejamos que el forastero siga tocando el timbre.

Abominamos del calor, pero es justo convenir que, en horas diurnas, produce, universalmente, un plácido silencio, que cae sobre la metrópoli. El recuerdo más antiguo que tengo -se confunde con lo realmente vivido y lo escuchado de otros- se remonta a unas jornadas estivales, en el pueblo manchego donde vi la luz, cuando, tras las gruesas paredes de adobe, debidamente enjalbegadas, se sentía el denso latir de las cercanas eras y aún perduraba el zumbido de unas moscas como puños, derrengadas bajo los 40 grados a la sombra. Es lo único bueno que trae la calima: ese sigilo que casi se puede palpar.

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