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El turista accidentado

Una de las preguntas más estúpidas que se puede hacer, dejando, claro está, de lado las susceptibles de ser sometidas a referéndum, reza así: ¿qué se llevaría usted a una isla desierta? Y la pregunta se lleva la palma de la imbecilidad no porque nadie se muestre dispuesto a jugar a Robinson, ni siquiera porque no encontraría ni un pedrusco desurbanizado, sino precisamente porque las islas desiertas sobran: están en el desamparado e irrepetible discurrir del cada día, sólo que al no verlo evitamos hacernos preguntas estúpidas, llenamos las maletas de cualquier cosa y al naufragar nos encontramos con un montón de trastos superfluos y sin la utilísima navaja multiuso suiza que tan bien nos hubiera sacado del trance. No hay cosa más fácil que echar a perder la vida, pero una de las formas más tontas de hacerlo consiste en arrastrar con la de uno del prójimo bajo la absurda pretensión de arreglársela propinándole algún consejo que no quisiéramos ni para nosotros, de ahí que en lo que sigue haya menos la intención de meterse en camisa de once varas que facilitarle a usted, sudoroso lector, la larga travesía por el desierto de las vacaciones. Razones obvias de protocolo exigen que eche a la maleta en primer lugar la guía turística de nuestro primer hombre, el presidente Aznar, cuyo mapa del territorio español tiene el raro mérito de conducir, a fuerza de equidistancia, únicamente al agravio. Y ello por los dos extremos, el del centralismo neurótico y el de la megalomanía aldeana, dicho sea en términos presidenciales. Le queda, a atribulado viajero, la elección de ruta, pues como bien ha expuesto nuestro mandamás en máxima que no hubiera desdeñado el difunto Mao: inventar caminos es lo contrario de inventar atajos. Acompase pues el golpe del calcetín a tan bigotudo aviso y cuídese de los que se hayan echado al monte, no vaya a toparse con algún Pujol crecido o un Tonitruante de mal café. Si emprende viaje al extranjero, la guía le servirá de bien poco, porque allí los mapas son de otra manera, pero al menos le valdrá para poner cara de póquer cuando le metan en algún brete geopolítico, porque de peores ha salido nuestro primer mandatario. Además, no hace falta que para ello, para hacer como que no se entera enterándose realmente de nada, se deje bigote ni que sonría como si le dolieran las tripas, basta con que adopte una elegante pose neoliberal. Ya sabe, hace del mercado único su casa, del pleno empleo una utopía y de su capa un sayo, quiero decir, de la sociedad de bienestar un Barajas de lesa patria y a vivir que son dos euros. Por aquello de que de pan también vive el hombre, el segundo consejo que me permito, sediento lector, tiene que ver con los usos gastronómicos. A fin de orientarle, pues en ese piélago de calamidades veraniegas donde lo mismo pueden acecharle el mejillón venenoso y la mayonesa con seguidillas que una cuenta de las que no se las salta un jeque, nada mejor que fiarse del letrado Rosal, un auténtico Michelin de la cosa, ya que ha sabido descubrir cómo un régimen de vino y fabada pueden hacer ver bichos peludos y de colores a gentes tan carentes de tacto como para haberse dejado secuestrar y protestar por ello. La guía estará disponible en breve e irá ilustrada, qué mejor, por el también letrado Stampa, que salvo decir que Marey practicaba el agroturismo ha soltado de todo. Por último, meta en le capó el gato y un bidón, échese un litro de aguafuerte en cada ojo y no se olvide de la cultura. Dicen que los viajes ya de por si forman, pero desconfíe de lo que no haya pagado. A falta de un buen libro, porque los buenos libros no son para las vacaciones ni los libros para nunca, podría meditar en este versiculito quevedesco reactualizado por otro picapleitos enredado también en el secuestro que nunca existió: "Menos daño hacen cien delincuentes que un juez". Y luego querremos que hablen euskera.

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