El dilema de Goodhart
El profesor Goodhart ironizó hace años sobre la pretensión monetarista de garantizar la estabilidad económica con tan sólo controlar el crecimiento de una magnitud monetaria determinada (M1, M3...). "Cualquier relación estadística estable tenderá a desvanecerse tan pronto se intente utilizar como mecanismo de control", señaló entonces el distinguido economista británico, hoy miembro del comité de política monetaria del Banco de Inglaterra.Esa llamada ley de Goodhart refleja en realidad un dilema político más general, que se manifiesta en campos tan dispares como la política de desarme, las negociaciones comerciales internacionales o la lucha contra el calentamiento de la Tierra.
El origen del dilema es siempre parecido: para mostrar que sus decisiones o acuerdos internacionales no son pura retórica, las autoridades se afanarán por cuantificar los compromisos que asumen, formulándolos en términos de una magnitud apropiada (por ejemplo, reducción del número de misiles, del nivel de aranceles, de las emisiones de CO2...).
Pero tan pronto la magnitud elegida abandone el anonimato estadístico y se transfigure en una famosa variable-objetivo en régimen de "libertad vigilada" empezará a "hacer extraños", quedará sujeta a influencias espurias y, a la postre, dejará de ser un indicador fiel de la realidad.
Así, en las negociaciones de los años setenta sobre limitación de armas nucleares, el primitivo énfasis en limitar el número de lanzaderas de misiles intercontinentales estimuló el desarrollo de ingenios de cabezas múltiples (MIRV), lo que restó significado práctico al número total de misiles y a las limitaciones hasta entonces pactadas.
De forma parecida, la prioridad otorgada en las primeras rondas negociadoras del Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT) a la reducción de aranceles hizo que, tras la primera crisis del petróleo, florecieran las barreras no arancelarias a la importación, lo que restó eficacia a las rebajas arancelarias pactadas.
Y, en fin, la formulación por la Conferencia de Kioto sobre cambio climático, el pasado diciembre, de objetivos porcentuales de reducción de las emisiones de CO2 está incitando a varios países a escatimar el esfuerzo comprometido computando como parte de él algunas iniciativas que habían puesto ya en marcha con anterioridad con otro propósito (por ejemplo, financiación de proyectos de repoblación forestal en países en desarrollo).
Desconociendo, por lo que parece, los múltiples artificios contables que ha venido provocando la fijación por el Tratado de Maastricht de límites cuantitativos a los déficit presupuestarios, la flamante presidencia austriaca pretende impulsar la creación de empleo en la Unión Europea, exigiendo que cada país cifre sus objetivos en ese terreno.
Esa pretensión, tan bien intencionada como ingenua, olvida no sólo las grandes diferencias entre países en la definición y cálculo del empleo, sino los peligros de la ley de Goodhart.
Pues, tan pronto cada país se vea obligado a cuantificar sus objetivos de creación de empleo, buena parte de las energías precisas para luchar contra el paro se consumirán en una desenfrenada carrera por embellecer las estadísticas nacionales del mercado de trabajo.
Sin objetivos mensurables, un programa de actuación pública corre el riesgo de caer en la retórica y la ambigüedad. Con ellos, de concentrarse en las apariencias y lo accesorio.
¡Qué difícil lograr el justo equilibrio! La cifra mata, el espíritu vivifica...
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