Sensaciones
Una parte de la memoria, tal vez la más sigilosa y la más rotunda, está formada por sensaciones. Entre los sucesos, los libros, las películas y las canciones, los cuerpos y los acontecimientos que dramatizan la vida, las sensaciones se esconden en los pliegues de la memoria, esperan, pasan desapercibidas, hasta que de pronto surgen como una llamada incuestionable que lo revuelve todo, como un sobresalto que actúa de manera eficaz precisamente porque nadie lo esperaba. Las sensaciones son un olvido entre los olvidos que sirve en el momento más inesperado para recordar recuerdos. La literatura vive de las sensaciones, las utiliza, viaja a través de ellas, salta de un año a otro, explicándole a la piel, como a un turista desorientado, que el tiempo aguarda en la esquina próxima y que la realidad acaba siendo un pañuelo, una casa familiar de interferencias y mestizajes. El cambio de estación resulta siempre una buena puerta para que las sensaciones se filtren por debajo, con su acarreo de sorpresas, reconocimientos y poderes evocativos. El verano no empieza en una fecha, sino en el momento en que una sensación nos devuelve a todos los veranos anteriores, mezclando los recuerdos infantiles en su estado puro con las anécdotas que a lo largo de los años y de la piel, de las ciudades y los mares, han servido para hacernos regresar a la infancia. Mi verano puede empezar una mañana cuando, sin prevención ninguna, dejo aparcado el coche al sol, creyendo que las cosas van a seguir el ritmo de la temperatura tibia y de los climas discretos de la primavera. Pero al salir de la facultad, de la conferencia o de la casa del amigo, el coche se ha transformado en ese horno inconfundible donde el volante nos quema las manos y el aire nos envuelve en una manta pesadísima de calor, impidiéndonos respirar hasta que las ventanillas abiertas y el movimiento consiguen que regresemos a los climas habitables. Otras veces el verano se presenta de golpe con la gestión inaplazable que me empuja a la calle a las cuatro de la tarde, mientras el asfalto y las aceras se extienden como un desierto solitario de crueldad reconocible. La ciudad es de pronto un esqueleto, el palo manchado de un polo, y el cielo parece un secador que no se apaga, un artefacto de aire caliente que insiste en acercarse a la nuca. El verano busca confirmación en las sensaciones contrarias. Los portales de las casas antiguas adquieren una penumbra de río, un frescor de álamos. El mármol ablanda las aristas de su solemnidad en una simpatía vegetal y las sombras dan la bienvenida igual que los rumores de una fuente. La espesura nos ampara del sol y envuelve la piel como una sábana recién lavada, una compañía fugitiva de olor húmedo. Y es que los tendederos guardan una de las sensaciones más rotundas del verano. La armonía de la ropa mojada, la rozadura de los tejidos empapados en la piel, el pequeño frío agradable y pasajero de una toalla, conmocionan ese territorio de olvidos acechantes en el que viven las sensaciones, abren la caja de la literatura y nos llevan desde el verano recién inaugurado a otros veranos, a unos meses de voces antiguas, sábanas más blancas y casas más grandes.
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