El azar

En un garito de Memphis, Estado de Tennessee, estaba un vaquero visiblemente borracho pese a que corrían los años de la prohibición. Era un garito de terciopelo raído, donde había muchas cucarachas que eran atraídas por el olor a amoniaco de los urinarios y no por la dulce melodía que tocaba al piano un joven negro llamado Nat King Cole. En la barra, otros ciudadanos blancos con los sombreros echados hacia el cogote bebían el morboso alcohol de la ley seca en botellas envueltas con papel de estraza. Puede que aquel vaquero ebrio estuviera muy triste, pero era evidente que no le gustaba que sus penas fueran acompañadas sólo al piano. Se descolgó del taburete de la barra con un güisqui ratonero en la mano y, tambaleándose, llegó hasta la tarima. "Negro bastardo, canta para mí", le dijo al pianista. Nat King Cole, con una sonrisa muy sumisa, le contestó que no sabía cantar, que él sólo tocaba el piano y que le pagaban por eso. El hecho de que aquel negro no supiera cantar, lejos de aplacar al vaquero, le excitó aún más, de modo que el pianista se sintió agarrado por el cuello y, sometida por una poderosa manaza, su cabeza fue a dar contra el teclado. El acorde destemplado hizo que los otros borrachos de la barra volvieran la cara. "Negro, hijo de perra, ¿vas a cantar?", gritó el vaquero antes de descargarle el primer golpe con el puño. Nat King Cole cayó al suelo. Desde allí suplicó perdón. Él sólo sabía tocar el piano. Y decía la verdad. Hasta entonces había tocado solo o acompañado por el bongó de Jack Constanzo o con la combinación de guitarra y bajo junto a músicos como Harry Edison y Juan Tizol. Un segundo y certero puñetazo en la mandíbula le obligó a entrar en razón. "He dicho que cantes, negro hijo de perra", gritó el vaquero borracho ante toda la clientela del garito enmudecida. Nat King Cole se levantó del suelo. Se sentó al piano y, con una voz trémula y llena de espanto, inició su primera canción, tan bella que ya hizo llorar de emoción a aquel vaquero borracho. Nat había llorado antes.
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