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Hambre y ganas de comer

JULIO A. MÁÑEZ Para qué nos vamos a engañar. La verdad es que el señor Zaplana obraría cuerdamente si estuviera siempre de viaje, solo o en compañía de otros, ya que en cuanto habla desde aquí a los valencianos acostumbra a quedar como la chata. Hasta el punto de que muchas veces produce la impresión de que, desatendiendo los consejos de sus hábiles asesores, el hombre va y se suelta y nos endilga una vez más la versión local del cuento de la lechera. Es lo que pasó el otro día frente a las cámaras de la segunda cadena estatal instaladas para la ocasión en su despacho oficial. No contento con atreverse a promover nada menos que el estreno mundial de un bodrio como la rumbosa opereta de Cano Mecano, se lanzó ante las tímidas preguntas de una complaciente entrevistadora prometiendo algo así como que Valencia será en cosa de pocos meses la capital mundial de la ópera. Ahí es nada. Mientras tanto, y a la espera de tan gloriosa epifanía, en el Teatro Real de Madrid se estrena un espectáculo de Pina Baush y aquí nos tragamos un Luna candorosamente próximo a las variedades arrevistadas. Ya se vio claramente esa disposición a fabular sobre un futuro inexistente en la precipitada y fallida campaña de imagen de los pregoneros del partido todavía en el gobierno, donde el acento se cargaba sobre las muchas maravillas que restaban por hacer en lugar de insistir en el esplendor de las ya realizadas, en una actitud simétrica en todo a la del rústico charlatán de feria cuya víctima no se apercibe del engaño hasta que han concluido los festejos en la plaza mayor del pueblo. No sería justo, sin embargo, olvidar que en el desdichado caso de la musiquilla estrenada en el Palau se han juntado el hambre con las ganas de comer, aunque a toro pasado puede verse en ese desvarío una lógica aplastante. De una parte, el compositor de Mecano se empeña en escribir una antigualla con refritos del peor andalucismo musical a la que llamará ópera. De otra, los que pasan por ser nuestros responsables culturales andan a la caza de cualquier cosa escénica con nombre para salvar la cara, de modo que el encontronazo estaba predestinado y nuestra pobre ciudad, ante la negativa de otras, acogerá por el morro el costoso capricho del muchado. Lo peor de este episodio, que oscila entre lo sórdido y lo chusco, es que, manifestando esa vocación provinciana del que se cree honrado por la visita de cualquier famoso, muestra de paso el cantamañanismo militante en que se ha convertido entre nosotros la gestión institucional de la cultura, donde el aquí te pillo, aquí te mato sustituye a todo proyecto digno de ese nombre y acaba siendo sustituido a su vez por la entelequia de los grandes planes de futuro. Hay que insistir una vez más en que la proliferación de pequeñas ciudades de grandes cosas que nos espera, tales como la de las Artes, las Ciencias, la Ópera, el Cine y quién sabe cuántas cementeras más, no asegura de ningún modo el esplendor de las actividades que en ellas habrán de desarrollarse, y que ni siquiera está claro que vayan a favorecerlas. No es de salas adecuadas para una programación estimulante de lo que carece la ciudad, dejando de lado la boba afición por los macrobarracones de feria, sino del criterio preciso para la elaboración de un proyecto cultural serio a medio y largo plazo. Creer lo contrario es condenar otra vez a Zaplana a hacer el ridículo arropando la versión completa del antojo del chico de Mecano. Y a nosotros a sufrirlo.

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