Un mundial con Amor
A los siete años, ya descifró su destino en el empeine de un pie: un leve impulso y la pelota era un vuelo rasante disputándole el terreno al tomillo y a las libélulas. Con la pelota en la mochila escolar ocupaba el pupitre y la palabra escrita. Con la pelota en la mochila marcial, el legionario romano ocupaba las Galias, cercenaba las extremidades de sus enemigos y con los que escapaban de la degollina, organizaba un campeonato de esferomaquia, para disputarles las cosechas. Y así, hasta que tropezó con los hooligans ingleses. A éstos no les impresionó el gládium de doble filo que manejaba con soltura el legionario romano: sólo les interesaba la pelota. La inflaron y emprendieron una carga irresistible; tundieron al invasor, demolieron murallas y lastraron el cuero con un vendaval de violencia. Los contumaces de aquella esferomaquia de estacazos recibieron un pliego de excomunión paulina. Para adecentar el despotrique, ocho caballeros de otros tantos países, se reunieron en París, en 1905, entre sorbitos de champán y tabaco de regalía, y se inventaron la FIFA. La FIFA convocó la primera Copa del Mundo, la Copa Jules Rimet, en Montevideo, veinticinco años después. Pero a los siete años, Guillermo Amor sólo era un colegial aplicado, responsable y organizado que tenía un sueño tierno de césped y le echaba todo el ímpetu de su edad a la pelota. Nació en Benidorm, el cuatro de diciembre de 1967, de familia del comercio y de la afición, y a los once su madre le preparó la maleta y se fue a instruirse de futbolista a la Masia del Barça. Los ojeadores de la cantera azulgrana lo descubrieron en un cuadrangular de su pueblo: era un adolescente precoz, con reflejos de esmeralda y un cerebro de embrague. Oriol Tort no abandonó aquella infancia fertilizada para las proezas: toque de vademécum, disparo con espoleta y "muy listo, porque siempre sabía lo que iba a parar un segundo antes que los demás". Aunque el niño Amor no ofrecía las trazas de un blindado, sino más bien un aspecto frágil y sensible de pincelada de Botticelli, superó el rigor de las pruebas y con la avenencia de la patria potestad, sentó plaza en la pedrera, la Masia del siglo XVII, al lado mismo del Camp Nou. Luego, el alevín que llegó de Benidorm se hizo los trabajos y los días de infantil y juvenil, con las insignias de capitán; jugó el Mundialito americano; y cuando tenía quince años, Maradona se encargó de que lo sustituyese en la inauguración del Miniestadi, el 23 de septiembre de 1982: Amor recuerda que entonces el corazón le dio una voltereta. Sucesivamente, fue del Barcelona Atlético al primer equipo, para jugar algún partido, hasta que en la temporada 88-89 debutó como titular, en una década prodigiosa bajo la batuta de Cruyff. Amor trascendió el deporte, el espectáculo, la industria del fútbol, para convertirse en una estampa de santo y mártir: su honestidad, su seriedad, su profesionalidad eran el banderín de enganche de los futuros educandos. Aún así, lo han vapuleado: Clemente no lo seleccionó para el Mundial de los EE UU; por una tarjeta amarilla, se perdió el entrenamiento con el Sampdoria, cuando el Barça se llevó en Wembley, la Copa de Europa; Cruyff lo degradó de la segunda capitanía; y más. Pero Amor se apuntó el gol número cuatro mil del equipo azulgrana en la liga; jugó en Wembley, está en el Mundial de Francia; y sigue siendo el líder del vestuario. Pep Guardiola lo dejó claro: "Amor ha sido siempre el modelo que he tenido como punto de referencia". Acuartelado en Chantilly, se duele de las amenazas del míster Van Gaal, después de casi veinte años. Como de costumbre, con su mujer y sus dos hijos visitará a su familia y amigos en Benidorm. El fútbol es de ímpetu y lágrimas, de músculo y pensamiento, como dice Valdano. Con la cabeza se meten goles y se hacen historias: Verdú, Galeano, Benedetti.
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