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Fútbol y "football"

Cuando llegué a Estados Unidos, hace ya más de dos décadas, descubrí que había un deporte que fascinaba a las multitudes; que, a pesar de llamarse football, no se parecía casi en nada a nuestro fútbol, y que éste era casi totalmente desconocido. Lo veía en televisión, pero no lo entendí hasta que alguien me reveló lo esencial: «Mire, cada equipo tiene tres oportunidades para avanzar la pelota 10 yardas; si no lo hace, patea la pelota y el equipo contrario la recibe y tiene las mismas tres oportunidades». Esta regla me pareció el paradigma del principio de equidad y empecé a comprender por qué este país, fundado en la noción de «igual oportunidad para todos», adoraba este deporte. Luego me di cuenta de que la impropiedad nominativa de llamar football a un deporte en el que los pies apenas se usan, era conveniente para desplazar a nuestro fútbol y convertirlo en un pariente pobre llamado soccer. Al principio, el football me parecía uno de los deportes más extraños del mundo, con jugadores cuya feroz musculatura estaba recubierta con cascos, mascarillas faciales, protectores bucales y complicados arneses en los hombros, que les daban un aire de gorilas, astronautas o seres extraterrestres. Pero algo en él me interesó.Sin ser, en verdad, un aficionado al football, he aprendido a apreciar ciertos aspectos de él, a maravillarme de la habilidad física o mental de algunos jugadores en ciertas situaciones. Pero, precisamente por ser mi atención deportiva un poco errática y reparar más en los detalles que en el foco de la acción, empecé a ver el football como un hecho cultural, como una expresión característica del modo de ser norteamericano, y a comprender, al mismo tiempo, por qué el fútbol, que a nosotros tanto nos apasiona, no era apreciado por la mayoría. El football encarna actitudes que forman parte de la tradición norteamericana y, hasta me atrevería a decir, de su «filosofía» ante la vida. Aunque el origen de nuestro fútbol es anglosajón, hay algo en él que apela profundamente a la mentalidad latina, así como el football parece satisfacer cabalmente a la norteamericana. El football es altamente especializado y cada vez más tecnológico. En nuestro fútbol hay, por cierto, arqueros, defensas, mediocampistas, delanteros, pero, llegado el caso, los puestos son relativos y pueden trocarse. El football es, en cambio, un juego de puros especialistas: el que lanza la pelota no corre, el que corre no bloquea, el que bloquea nunca hace un pase. Curiosamente, el especialista más especialista de todos es el kicker, el único que realmente patea la pelota al arco, permanece al costado del campo y sólo ingresa en él por unos muy breves minutos. Como no sirve para otra cosa, no necesita la taurina musculatura de los demás: del kicker sólo importa la pierna con la que patea (es un caso de superespecialización) y parece siempre tan poco importante como un mozo de espadas, salvo en los cruciales segundos en que tiene que disparar la pelota desde 30 o 40 yardas y hacerla pasar entre los elevados cruceros de la meta.

Los jugadores en cada bando son, como en fútbol, once, pero el equipo que actúa por partido es mucho más numeroso. Hay un equipo en cada fase del partido: uno para el ataque y otro distinto para la defensa, aparte de los llamados special teams, que tienen misiones específicas: detener al adversario cuando sólo le falta una yarda para hacer un gol o tratar de bloquear el puntapié del kicker. El resultado del juego reside en buena parte en el desempeño de esos special teams, que pueden salvar o hundir a un equipo. Pero aun si consideramos sólo al básico elenco ofensivo, los once jugadores están perfectamente jerarquizados, como un destacamento militar: el quarterback (término difícil de traducir) cumple una tarea muchísimo más importante que el capitán en el fútbol, cuya autoridad es bastante nominal: es un verdadero mariscal de campo, el cerebro y ejecutor de la estrategia, el general manager que decide si hay que pasar, lanzar o retener la pelota. Luego, en orden de importancia, están los «receptores», cuyos ágiles saltos en el aire para atrapar la pelota lanzada desde gran distancia proporcionan la parte más acrobática, grácil y artística de este deporte; los «corredores», que reciben el balón directamente de las manos del quarterback y tratan de correr con él a la mayor velocidad posible, y los «bloqueadores», cuya misión es tratar de impedir, con sus pesados cuerpos de cargadores o levantadores de pesas, que los rivales avancen. Una importante regla que permite que el juego funcione es la de que la defensa no puede tocar a ningún receptor o corredor antes de que éstos reciban la pelota; después -como se dice en el argot deportivo local- pueden matarlo si quieren. El elemento racial también juega un papel. Así como hay una estricta división del trabajo, ha habido una especie de «cuota» racial en cuanto a la especialización y distribución de esos puestos; digo «ha habido» porque en estos últimos años he notado algunos cambios. Antes, el quarterback era inevitablemente blanco y los negros predominaban entre las tropas a sus órdenes, entremezclados con polacos, italo-americanos y unos cuantos latinos, cuyos sueldos se fijan en proporción descendente. O sea, la dirección del juego era «blanca», el «servicio» estaba a cargo de los otros. El football profesional ha funcionado (y, en gran medida, sigue funcionando) de acuerdo con las mismas reglas que rigen el mundo de los negocios y corporaciones. De hecho, es uno de los grandes negocios del mundo americano, con gente que hace millones en franquicias, contrataciones, publicidad. Desde el punto de vista de la comercialización, la diferencia entre ambos deportes es enorme. La mayor virtud del fútbol, la base del espectáculo que brinda, reside en la notable fluidez de su desarrollo, apenas interrumpido por pitazos del árbitro o accidentes en el campo. La esencia del football es la interrupción y la obstrucción, la pausa inevitable cada vez que un equipo se ve forzado a entregar la pelota al otro y es necesario renovar el elenco de jugadores. Es fácil imaginar lo que esto significa para los avisadores y los expertos en publicidad: los comerciales están integrados al ritmo del juego de una manera perfecta y son como un respiro de la intensidad de la acción. Los televidentes están condicionados a esos paréntesis, que los canales aprovechan para vender cualquier cosa. Las pocas pausas del fútbol y las humildes «sobreimpresiones» en la pantalla con el nombre de tal o cual producto no ofrecen competencia comparable. (Se ha llegado a la glorificación de esas interrupciones: en una reciente Super Bowl o gran final para decidir el campeonato, la programación incluyó un apagón de un minuto para que la gente pudiese traer una cerveza o ir al baño y no perder ni un segundo de publicidad; cada uno cuesta millones). El football, así, es una especie de síntesis de todo lo que Estados

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Unidos ama: liderazgo y trabajo en equipo, eficacia, previsión o cálculo de probabilidades, violencia, agresividad, machismo, control, etcétera. La presencia de las cheerleaders, las bien dotadas chicas que con poca ropa y muchos contoneos animan a los fanáticos en las tribunas, y de las mascotas (tiernos ositos, amables leones, simpáticos tigres, alusivos a los nombres más bien intimidatorios de los equipos), que hacen sus piruetas para regocijo de los más jóvenes, aparte de las payasadas del mismo público, añaden dos ingredientes culturales contradictorios pero que se ensamblan admirablemente en este deporte como símbolo del país: sexualidad y puerilidad. El football es una fiesta profundamente norteamericana, una sofisticada forma de expresión de su psiquis colectiva llevada a extremos épicos. El football celebra la victoria del que supo planear y la filosofía tan bien expresada por un eslogan financiero: «Usted no planeó fracasar; usted fracasó por no planear». Incluso el sistema de anotación del football permite recompensar con bonificaciones al que cumple su cometido, como le pasa a un buen inversionista: cuando un equipo coloca la pelota en la end-zone del campo rival, gana seis puntos, y eso le da derecho a disparar un tiro libre al arco, que le agrega un punto más. Siete equivale a un gol en nuestro fútbol; un marcador de 28-7, por ejemplo, equivale a 4-1. Es decir, la eficiencia multiplica los beneficios y subraya que quien está ganando no lo debe a su suerte, sino a su planeamiento: la victoria es el resultado de los méritos reales, muy pocas veces de la buena suerte, o ésta es parte de aquéllos. El que pierde es por su culpa: porque no supo aprovechar las oportunidades o porque no sacó partido de los fallos del rival. No hay «victorias morales» en el football. Es significativo que sea Estados Unidos el único lugar donde el football domina, mientras el resto del mundo prefiere el fútbol. Si, por un lado, aquél es un juego brutal, donde la fuerza física es exaltada, también es una actividad intensamente tecnológica, preprogramada, apoyada en sistemas de telecomunicación instantánea y bancos de datos que aminoran los riesgos en el campo mismo. Un quarterback perfectamente protegido por su caparazón de plástico y goma, enfundado en un ultramoderno y reluciente jersey, con las claves de las jugadas codificadas en una muñequera elástica, al mando de una operación de enorme complejidad, no está practicando un deporte, sino un rito de los tiempos modernos: el líder como centro de una organización perfectamente montada para conquistar a sus rivales y luego el mundo. Compárese eso con nuestro típico jugador de fútbol, en simples shorts y camiseta, el cuerpo expuesto y más bien librado a su suerte para marcar el gol ganador o impedir el de la derrota, y se tendrá una idea de la diferencia entre uno y otro deporte o cultura. Se diría que el football se propone alcanzar una misión elevada aunque previsible y que el fútbol persigue algo bello pero improbable; dos formas distintas de individualismo operando en sociedades también distintas. ¿Será exagerado ver en esa diferencia una metáfora de los papeles que cumplen nuestras respectivas sociedades y culturas en el mundo a fines del siglo XX?

José Miguel Oviedo es crítico literario y profesor de Literatura en la Universidad de Pensilvania.

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