El dilema de Cordelia
MANUEL CONTHEStephen Jay Gould, el popular científico americano, expone en uno de sus artículos el "dilema de Cordelia", la hija menor del rey Lear. El rey, dispuesto a dividir su reino entre sus tres hijas, recibe satisfecho de las dos mayores las expresiones más encendidas de amor filial. Con elogiable sentido del tacto, Lear se dirige entonces a la pequeña y le pregunta: "¿Y tú, Cordelia, qué dices para superar a tus hermanas?". Cordelia, para quien su amor es más elocuente que su boca, se niega a participar en tan bochornosa subasta y prefiere el silencio. Iracundo, Lear la deshereda y entrega el reino a sus hermanas. Pero a éstas les falta tiempo para, alcanzado el poder, arrojar a su padre a la indigencia, donde el anciano monarca, arrepentido, termina encontrando consuelo en la desheredada Cordelia.
Con el drama de Shakespeare, el paleontólogo y biólogo americano ilustra el tradicional sesgo con que se publican los resultados de la investigación científica (publication bias). Parece comprobado que las revistas científicas tienden a publicar aquellos experimentos de resultado favorable, en menoscabo de aquellos que concluyen con resultado adverso. ¿Por qué? Pues porque a la autocensura de los propios investigadores se une el deseo de las revistas prestigiosas de causar impacto en la comunidad científica. La información publicada no representa, pues, toda la experimentación científica. Es más bien una muestra sesgada que tiende a corroborar las doctrinas en boga.
El fenómeno, bien conocido en los medios de comunicación, se manifiesta en la distinción entre "opinión pública" y "opinión publicada" (así, si muchos editorialistas y comentaristas de radio pagan IRPF a un tipo marginal del 56% abundarán en elogios de cualquier reforma fiscal que modere ese elevado tipo y en el caso de algunos despotricarán permanentemente contra la voracidad de nuestra Hacienda). En ese mismo sesgo tiene su raíz la noción de "mayoría silenciosa" (de ahí, por cierto, la justificada obsesión de los partidos políticos con las encuestas. Los medios de comunicación son a menudo un espejo deformado de las genuinas actitudes de los ciudadanos). Pero el "dilema de Cordelia" ilustra también el coraje de quien, a sabiendas de que su imparcialidad podrá enemistarle con sus mentores, mantiene imperturbable su independencia de juicio. Esa entereza no es exclusiva de las heroínas de Shakespeare y tiene ocasional manifestación en personajes de carne y hueso (aunque no faltan ejemplos en España, me viene a la cabeza el caso del comisario belga Karel van Miert, quien afrontó con valentía las iras del canciller Kohl y de varios políticos alemanes cuando vetó el mes pasado la alianza audiovisual Kirsch-Bertelsmann).
Pero mal funcionará una institución que precise del permanente heroísmo de quienes la rigen. He ahí el origen de las llamadas "agencias independientes", concepto anglosajón que se ha extendido a muchas actividades que afectan a los ciudadanos. Su manifestación más reciente en Europa está en los bancos centrales, que han adquirido en los últimos años la autonomía de que siempre gozó el Bundesbank para dirigir la política monetaria y, llegado el caso, adoptar decisiones contra la voluntad del Gobierno. El rasgo esencial de tales "agencias independientes" es siempre el mismo: no presumiéndose en sus órganos directivos el coraje de Cordelia, la ley establece que no podrán ser removidos a discreción por el Gobierno.
Algunos cuestionaron la legitimidad democrática de tales instituciones independientes, pues sustraen al Gobierno la facultad de "dirigir la política". La falta de realismo de aquellas críticas ha quedado patente: no deja de ser paradójico que quienes criticaban el concepto de institución "autónoma" atribuyan ahora especial valor a las opiniones en materia presupuestaria de una moderna Cordelia y, sobre todo, se hacen cruces al ver cómo la terca sinceridad de la heroína amenaza, como en el drama, con dejarla preterida
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