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Las metáforas y los efectos

Las metáforas físicas son recurrentes a la hora de explicar la política: la teoría de los sistemas disipativos explica con mayor solvencia que la teoría política clásica el contenido de muchos de los sucesos que vivimos hoy. El efecto Borrell, por ejemplo, explorado a la manera de los descubrimientos de Christian Huygens (1629-1695), podría hacer creer que su brillantez puede asimilarse al comportamiento de una onda que reverbera en todo el sistema político español y, muy especialmente, en el del Partido Socialista Obrero Español. Más en concreto, que recupera longitudes de onda que la izquierda no podía metabolizar explicándolas sólo comparadas con la teoría de la luz como propagación de partículas.Si nos fijamos en Doppler (1803-1853), que estableció un método para la determinación óptica de las distancias y para medir los diámetros absolutos de las estrellas fijas, ocurre algo parecido. El efecto Doppler consiste en la descripción del fenómeno de variación de la frecuencia de un sonido cuando el emisor y el observador están en movimiento relativo. No hace falta mucha imaginación para observar que el efecto Borrell mueve y hace mover ficha a todo el espectro político, incluido alguien tan poco propenso como Aznar, y un aficionado tan proclive al dominó como Anguita. Por eso resulta más interesante asignar los tres casos fundamentales del efecto Doppler y sus variables a los principales protagonistas, haciendo diversas combinaciones. Es obvio que el emisor en este caso se mueve y el observador también. Que se mueve la escena, que se mueve la red.

Sin embargo, es más difícil asignar los papeles de las figuras en movimiento, pues, si bien todos se mueven, unos lo hacen con mayor velocidad que otros, unos y otros en distinta dirección y con diferentes intereses. El PSOE -«el elefante», titulaba este periódico- se mueve con distintas velocidades en el centro y la periferia de su caparazón coriáceo y diferente agilidad entre la cabeza, el cuerpo y las extremidades. También oscilan los movimientos de otras fuerzas políticas, entre la inercia de afrontar al adversario y la urgencia de calibrar los efectos nocivos o peligrosos del candidato para la escena política.

El efecto Borrell es, a la vez, un fenómeno explicable desde los sistemas dinámicos y las estructuras disipativas que alimentan un espacio político caótico. Es imposible pretender que la fuerte vibración del sistema político español no acabe de encontrar el equilibrio de Huygens, por el cual todos los puntos de ella estarán situados en la misma fase, si una fuente de perturbación los sacude a cualquier distancia desde el origen. Este desfase entre el impulso inicial y sus consecuencias de desequilibrio tiene mucho que ver con el carácter del efecto y con sus efectos.

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El efecto de las primarias es, en primer lugar, un desperezamiento general del conformismo respecto de los dogmas establecidos. Los efectos son un conjunto de catarsis, concatenadas o no, que afectan a los cimientos de los focos emisores de frecuencias y a las ondas que propagan la luz de forma muy desigual, dentro y fuera de la organización de los socialistas. El fenómeno inducido por las elecciones internas en los partidos es, en segundo lugar, una cosa que parece conservar rasgos de precaria certeza: el «efecto» se produce con independencia de las causas, y el reequilibrio no depende de los efectos inducidos, sino del movimiento de estructuras que tienden a reacomodarse no sólo en función de su posición relativa, sino de su propia configuración dinámica.

Así, ha bastado con el entendimiento entre dos focos ajenos al efecto, como son la ejecutiva de la FSM y el PSOE y la ejecutiva del PDNI, para descolocar dentro y fuera hasta a las propias fuerzas que emitían las frecuencias de renovación y cambio de la izquierda. Esa deslocalización, que es un episodio bastante característico de nuestro tiempo, no ha hecho más que hacerse visible -en los partidos- y ya está alterando profundamente sus fases de equilibrio dinámico, a favor de más movimientos hacia dentro y hacia fuera.

Pero la sociedad, que puede someterse gustosa también a las metáforas físicas, no se conforma con tanto movimiento de estrellas fugaces, sean éstas del diámetro que sean y estén a la distancia de la realidad que estén. Hoy la estructura social está compuesta por una serie de redes invisibles, cuyo movimiento se alienta desde sedes móviles que nacen de fuentes complejas. Estas estructuras cohesionan una sociedad marcada por tendencias hacia la apertura cada vez mayor de libertades y mercados, de derechos y movilidades, de solidaridad e individualismo, de acceso y exclusión que alimentan utopías demasiado posibles para el absoluto sistema de poder absoluto que rige hoy los partidos en las democracias occidentales.

No es de extrañar, por tanto, que Borrell y su efecto, produzcan muchos más efectos colaterales en los «aparatos» (entiéndase aparatos y alternativas -o minorías- enfrentadas a éstos) «de los partidos», éstos sí, en la misma fase de desconcierto, que ahora están intentando remediar su déficit democrático mediante un controlado proceso de primarias. Muchos más efectos y más nocivos en los organismos internos de los partidos que los que se han venido sucediendo en la sociedad. En ésta, por el contrario, el hecho de que se muevan los partidos produce la ilusión de que se puede empezar a mover más la posibilidad de elegir.

En cambio, en los partidos que aplicaban tibiamente las primarias, para justificar democráticamente las decisiones de sus aparatos o en los repentinos partidarios de este procedimiento, lo que se vislumbra es un intento de mediatizar los efectos a base de exacerbarlos, esto es, de sacralizar el mecanismo, para justificar el fin de mantenerse en el poder por el nuevo sistema procedimental.

Y es que las elecciones primarias pueden correr el riesgo de eliminar a los candidatos de mayor apoyo social, silenciar a los líderes heterodoxos, apostar por los mediocres, relanzar las viejas glorias o dejar fuera a los jóvenes, a las mujeres, a la sociedad que mira esperanzada la posibilidad de expresarse más directamente a través del voto.

Ya empiezan a existir síntomas más que preocupantes de esos efectos perversos de las primarias: en los sitios donde las ondas no se encuentran en la misma fase del «efecto», los candidatos elegibles a veces no son los mejores para la sociedad, sino para un reducido grupo de militantes que no ofrece la excelencia de la pareja Almunia-Borrell que se puso en cabecera de cartel para la candidatura a la presidencia del Gobierno. Ya hay noticia de cómo se reagrupan los que pierden otras votaciones para decidir internamente lo que no ganaron en urnas más abiertas. Ya se nota cómo se está gestando una oleada de candidatos de «familia» cuyo éxito se debe a la compraventa de apoyos previos o de puestos en las listas. Ya se percibe el daño que puede hacerse a la incipiente unidad de la izquierda, pre o poselectoral. No dejan de ser ciertas las inquietudes de los que piensan en términos de ideas y programas unitarios. Empieza a preocupar la abstención culpabilista de las direcciones tanto como su intervención directa.

A pesar de todo, la sociedad se está creyendo el derecho a elegir entre los elegibles y no sólo a sancionar a los elegidos. Si defendemos las elecciones primarias es porque presuponen un avance respecto a la manipulación extrema de las oligarquías partidistas. Pero no debe confundirse esa apertura democrática recién estrenada con la defensa a ultranza del método.

Porque, igual que pasa en física, la sociedad es lo suficientemente caótica para desear un cambio mucho más fuerte: las listas abiertas como resultado de la democracia en una sociedad abierta. Este modelo, que adelanta una democracia desestructurada en las localizaciones móviles de sus centros de poder representativo, es la expresión de una metáfora, de la cual las elecciones primarias sólo son un anticipo y como tal se saludan.

Pero no nos llamemos a engaño, porque si las primarias sirven para consolidar liderazgos obsoletos o formas sectarias de organización partidista, habrá que abrir el cauce que hoy representan y dejar que, a su través, la democracia paritaria, la participación de los jóvenes y la mejora en la calidad de la clase política sean una consecuencia ética del efecto de los efectos del efecto Borrell.

Carlos Hernández Pezzi es arquitecto, académico correspondiente en Málaga de la Real de Bellas Artes de San Fernando de Madrid y miembro del Consejo Político Federal de Nueva Izquierda.

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