La absolución del poeta novísimo
Si se hubiera hospedado temporalmente en Roma hasta sorberle el tuétano poderoso a la elocuencia, como hizo el abrupto Lucrecio, tal vez ignoraría aún el confuso guiño de la ley; pero se fue a Londres, visitó el viejo mercado de Billings Gate, donde boquea sus hedores la pesquería del imperio, invirtió sus talentos en un Master of Arts y lo empapelaron por un presunto delito de injurias al catolicismo. Al poeta latino, por apacentar un rebaño de átomos y demoler creencias religiosas, a golpe de hexámetro, la frailería medieval lo echó a la leñera; al poeta ilicitano, dos mil años más tarde y con la carta magna matasellada por el vecindario, la beatería tradicional lo echó a un juez de Barcelona, acusado de buscarle las castañas a Cristo: un artículo sobre la peripecia sexual de Jesús, escrito sosegadamente sobre la hierba a orillas del Cherwell, cuando impartía lecciones de literatura en la Universidad de Oxford, encrespó a las mismas criaturas viscerales que siempre ven en el bidé un obelisco a la lujuria. Querían carnaza y penitencia. Pero el juez de Barcelona le dio la absolución al poeta novísimo, en abril del 82. El poeta novísimo ya va para cuarenta y nueve años, se llama Vicente Molina Foix, tiene el aire alado de un ángel palmero y nació en Elche, en octubre de 1949. Tiempos para el juego por las calles, por los huertos entoldados de sustancia vegetal, el dátil perfumado de sol cernido y oro viejo, el suelo antiguo de miel y el colegio. Dice Vicente Pérez, amigo de la infancia y de tanto, que Vicente Molina Foix era escolar impetuoso y lucidor a la hora de poner paisajes y ficciones en las hojas del cuaderno. Qué escolares aquéllos que aún imaginaban: futbolistas de botones, bólidos de chapas de gaseosa, carricoches de latas de sardinas, canicas del barrizal y tirachinas para abatir los bastones del ordeno y mando. "¿Lo sabías? Yo sí que soy el auténtico cronista de la villa, al que se paga para escribir todo esto, el anunciado, por quien una u otra verdad permanece o se esfuma, el que todo lo puede". Pocas páginas antes de las tres y media primeras líneas ofrecidas al uso de la luz de 1970, había dedicado su novela de salida a Vicente Aleixandre y a su hermano Juan Antonio: Museo provincial de los horrores, salvoconducto para la destrucción de desenlaces esculpidos en ónice. Y después Busto y el premio Barral. Más allá de la turbulencia narrativa, un cofre labrado a golpe de vista de la cinefilia adolescente al rigor de la crítica, del ensayo y del guión de películas. En el celuloide virgen, resplandece básico, su pasión dominante y todo un universo de imprevisibles imágenes y seducciones. Pero aún antes, y tras rendir su niñez por la exhuberancia de los palmerales ilicitanos, el destino del padre al frente de la depositaria de la Diputación Provincial, los trasladó al nuevo domicilio familiar, en el Raval Roig de Alicante, frente a la playa del Postiguet, un barrio alto de efluvios salobres y memoria de los "homes sabidores de la mar". Y luego, Madrid, a hacerse una licenciatura en Filosofía y más versos; y a Londres, a por un master; y a Oxford, un trienio de docencia. Por entonces, las cuatro postrimerías o novísimos de la teología se estremecieron con la irrupción radiante de los nueve novísimos de la lírica que José María Castellet proclamó en el setenta. Quizá el más versátil de todos, Vicente Molina Foix, regresó del episodio anglosajón para anunciar La comunión de los atletas, Los padres viudos, que se llevó el Azorín de novela, La quincena soviética, el Herralde; para estrenar sus obras teatrales Los abrazos del pulpo y Siete armas cortas; para traducir y adaptar al Shakespeare de Hamlet y El mercader de Venecia; para escribir el libreto de una ópera musicada por Luis de Pablo; para firmar artículos en EL PAÍS y dar clases en la Universidad del País Vasco; para ganar el premio periodístico Misteri d"Elx; y para volver, cada año, mediado agosto, a presenciar el Misteri en su pueblo, discretamente, o con el chaqué de caballero portaestandarte, y los electos Vicente Pérez y Juan Castaño. En Elche, el aire de ángel palmero. La inocencia y la ternura.
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