La buena nueva
Hace tres años, Madrid sufrió una sequía de lo más "pertinaz". Nuestros embalses estaban por los suelos, pero el excelentísimo Ayuntamiento de la ciudad regaba y regaba como un descosido. No los árboles, pero sí toda la tierra seca, "municipal", de los parterres de mi barrio, y las malas, malísimas hierbas. Hasta aprovechó la ocasión para plantar unos palitroques anónimos, que se murieron enseguida sin exhalar un suspiro, y unas docenas de adelfas que siguen regándose con esmero y dedicación y no han crecido ni un milímetro. Por las noches, los camiones cisterna derrochaban sobre el asfalto millones y millones de litros de agua, un suplicio para el vecindario, por el ruido y la inutilidad, que a partir de entonces se convertiría en cotidiano, en sempiterno, y cuando llegó el otoño, pero no las ansiadas lluvias, no se puso coto al increíble despilfarro. La excelentísima institución aseguraba que era agua reciclada, pero uno de los camiones repostaba con dedicación en la boca de riego de ahí enfrente.Con estos antecedentes tan negativos, ahora que España va bien e incluso llueve y llueve, me puse muy contento cuando Santiago Romero, jefe de Parques y Jardines, me anunció, en el curso de mi sonada reunión con la cúpula de su departamento, que el próximo verano se regarán los árboles madrileños. ¡Hombre!, hubiese preferido que me anunciara el cese inmediato y definitivo de las hostilidades contra las pobres víctimas, pero algo es algo. Mucho: nada menos que una noticia positiva sobre un tema que sólo nos proporciona disgustos, jamás alegrías, a los "seres humanos". Ese agua providencial sin duda aliviará los sufrimientos de los ejemplares arbóreos desmochados, convertidos en palmatorias, "liofilizados" en vida, peyorativamente manipulados, que hoy ensombrecen -amén de otras muchas acciones y omisiones municipales- nuestros paseos por la ciudad y nos deparan una primavera tercermundista. Acaso hasta contribuya a su amenazada supervivencia.
Escribo todo esto en el último fin de semana de mayo. La tarde es gris, alguna divinidad no sé si guasona está baldeando agua sobre Madrid con esa obcecada dedicación que sólo está al alcance de los dioses y los ayuntamientos, y tengo la desagradable impresión de que aquí no va a volver a sonreírnos el verano jamás. Sin embargo, si el dichoso Niño se calma, si al padre Sol se le quita el cabreo mayúsculo que ha cogido, si los indios y paquistaníes dejan de hacer peligrosas tontunas y nadie incurre en la idiotez de imitarles, si, en definitiva, vuelve a nosotros el tradicional estío y sus canículas, aconsejando el riego de los árboles supérstites, si Parques y Jardines desea seriamente poner en marcha tan esperanzadora iniciativa, tengo el deber de advertir al departamento e informar a la opinión pública que no se trata en absoluto de una tarea banal. Ni basta con decir "¡ea, a regar tocan!". Hará falta mucho dinero, decisión y tiempo, que me parece que ya no queda si es que estamos hablando, como entendí, del verano del 98.
o hay alcorques en Madrid en estado operativo. Algunos están cubiertos con adoquines (Cuesta de Moyano, Maravillas, Fuencarral). Algunos (Eduardo Dato), con losetas de hormigón. Algunos (Goya y muchos etcéteras), con rejillas metálicas cegadas por la propia tierra y las inmundicias. Algunos (avenida del Valle, Isaac Peral, etcétera), por auténticas selvas de malas hierbas, que en ocasiones rebasan el metro de altura. Y todos, prácticamente, tienen la apelmazada tierra "municipal", cubierta de colillas, cacas, etcétera, al mismo nivel de sus bordes, de las aceras. Es decir, no existe ese hoyo-depósito de agua que requiere un alcorque digno de tal nombre. Muchas veces, incluso en aceras recién puestas (Pedro Teixeira), los alcorques son pequeñísimos. Por otra parte, no existen acequias que unan entre sí los alcorques, como sucedía en los antiguos bulevares. ¿Van a exhumarse las viejas mangas y los viejos mangueros cuando la inmensa obra previa de infraestructura quede al fin culminada?
ÇJusto Barboza, que ilustró aquel primer artículo mío e ilustrará éste, me hablaba el otro día con añoranza de San Juan, la belleza de los árboles intocados, sus acequias y alcorques impecables... O sea, de la civilización.
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