Corderos
Se les ve tan inocentes que dan miedo; se les ve tan felices que hacen daño. Me refiero a los paquistaníes y a esas fotos tremendas que son el testimonio de su dicha, del jolgorio colectivo, de la fiesta. Ahí están, rezando en acción de gracias con transido entusiasmo, y coronando de flores a sus ídolos, y saliendo en procesión con carrozas alegóricas. Podría tratarse de un carnaval, de una romería popular y muy marchosa; pero el personaje adornado por la ofrenda de flores no es la Reina de la Vendimia, sino Qadeer Jan, el padre de la bomba atómica paquistaní; y las carrozas alegóricas reproducen, en bonito y pueril cartón pintado, la amenazadora silueta de los misiles.Los paquistaníes están muertos de hambre y carecen de luz, de agua corriente y de hospitales (lo ha dicho el escritor Kureishi), pero a pesar de eso, o más bien, qué tonterías digo, justamente por eso, por la embrutecedora carga de la miseria, están dispuestos a creer que la medida de su felicidad y de su dignidad pasa por tener cabezas nucleares y por la guerra que se les viene encima. Una guerra en la que ellos, qué ironía, serían la carne de cañón, pura materia desechable, víctimas primeras de la degollina.
Esta danza dichosa de las víctimas, esta alegría patética del cordero que ignora su destino, ha ocurrido otras veces y volverá a ocurrir: ya lo contó el Nobel Martin du Gard sobre la guerra de 1914 en Los Thibault. Claro que hace falta ser muy pobre y estar muy desesperado para ser engañado de ese modo: la paz actual de la Europa rica se basa más en el bienestar social de los ciudadanos que en los acuerdos diplomáticos. Si queremos que la Tierra no salte por los aires en mil conflictos nucleares periféricos (hoy es facilísimo comprar bombas atómicas en el mercado negro), hay que sacar de la indigna miseria a esos países.
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