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Dos primarios

Antes de adjudicar a Pujol y a Borrell el calificativo de primario, habría que atacar el tópico según el cual un primario debe de ser, en primer lugar, persona corta de entendimiento. En general, es cierto. Abundan los primarios más o menos atontados o que dan la impresión de serlo. Pero no lo son todos, ni mucho menos. Al contrario, los hay muy inteligentes, incluso superdotados, como es el caso. También habría que matizar la definición del Diccionario de la RAE, porque primario, más que persona primitiva poco civilizada o nada instruida, es alguien quo observa, piensa y actúa de manera directa, no mediata, sin las alambicadas restricciones mentales que son propias de los individuos sensibles, complejos o dubitativos. El sector primario de la economía deriva del trato con la naturaleza, no de las ciudades. Los planetas primarios, sean enormes o minúsculos, orbitan nítidamente alrededor de sus estrellas. Los individuos primarios no son sensibles a los matices que proporcionan los cinco sentidos al resto de los mortales.Están incapacitados para ser gourmets, incluso para aparentarlo, disfrutar con las sutilezas del humor, deleitarse con músicas, himnos aparte, o penetrar en el arte. De la poesía, sólo les interesan los sonidos, no los contenidos. No están pues preparados para interrogarse y dialogar consigo mismos mediante esas lecturas. El único cine y la única narrativa que los concierne es la que pueden asimilar como correlato sociológico, ideológico o histórico. La naturaleza, sin embargo, les atrae con una fuerza insólita. Cuanto más virgen y accidentada, mejor. El paisaje de Pujol son las suaves colinas del Maresme que declinan hacia el mar. Pero le gusta tanto andar por los abruptos montes pirenaicos como a Borrell, que no los prefiere por haber nacido allí sino porque más escarpados no hay, o caen lejos. El excursionismo fuerte va con el carácter de ambos. La preferencia por los pliegues de los montes compensa su falta de repliegues psíquicos.

Ésas y otras particularidades que les unen saltan a la vista en cuanto se intenta un apunte al natural de los personajes, sin embabiecarse, como enseñó Suetonio con sus Vidas de los doce césares, por el lugar relevante que puedan ocupar. Borrell y Pujol son primarios aunque sean extraordinariamente inteligentes. Más aún, están dotados de sendas maquinitas privilegiadas de procesar, alimentadas por una cantidad abrumadora de datos, servidos por una memoria tan prodigiosa como su incapacidad de distraerse con las nimiedades que a los demás encantan (y aturden). Nos engañaríamos si llamáramos voluntad a esa fuerza. Simplemente, no tienen más remedio, o nada mejor que hacer.

Los primarios, del tipo que sean, se caracterizan asimismo por el apego a sus creencias. La última cosa que harían es practicar el sano ejercicio de ponerlas en cuestión. Es pues palmaria, si no su incapacidad por comprender las de los demás, sí para intentar participar de ellas. A veces, como es el caso, las llegan a entender de sobras, pero su hieratismo ideológico, su fuerte y clara arquitectura mental, les lleva a no cuestionar jamás las propias, que tienden a imponer con maneras expeditivas. Son poco dados al diálogo, si no es a partir del hilo de su propio pensamiento, es decir, no se molestan en seguir el hilo del pensamiento de los demás, a menos que coincida o casi con el propio. Uno es nacionalista y el otro cree en el Estado como motor de la actividad humana. Poco importa la diferencia. En tanto que buenos primarios, son un par de rousseaunianos de mucho cuidado. Sus discursos están bien elaborados pero siempre a partir de ingredientes tan simples y machacones como los de la cocina rural, por lo que conectan mejor con amplios auditorios que los de la retórica nouvelle cuisine.

Igual que el Minotauro, empujan mejor que cartografían paisajes. Superando al Minotauro, reducen los laberintos de la existencia humana a simplificaciones eficaces, que les permiten llegar antes y sin marearse dando vueltas, aunque para ello hayan derribado más de una pared en el camino. La historia para uno y las cifras para el otro son instrumentos al servicio de un ideario inamovible. Los usan con extrema habilidad como herramientas de apoyo, a su conveniencia y a guisa de dogmas incuestionables, sin importarles la objetividad. Como si la economía fuera el colmo de la exactitud en un caso. En el otro, haciendo suyo el principio de que la historia es una construcción retrospectiva de las particulares proyecciones de futuro. Su inteligencia admira tanto como su potencia, con lo que disfrutan de la ventaja subsiguiente: a casi nadie le queda ya perspicacia para evaluar los resultados de sus acciones, que pueden ser bastante menos positivos de lo que aparentan, y a menudo lo son.

Pujol y Borrell urden tácticas por lo general exitosas, porque van directos al grano y no se enredan en detalles poco relevantes. Son inasequibles al desaliento. El valor no se les supone, salta a la vista. Se tienen la confianza del que siempre ha triunfado y no concibe llegar segundo. Muy seguros de sí mismos, demasiado, presionan mejor que nadie. Empujan hasta conseguir lo que desean, pero no se fijan en los efectos secundarios negativos que acarrea su total adscripción a la recta vía. Pero si son maestros del regate y los objetivos a corto, su urdidumbre estratégica deja mucho que desear. Se equivocan en el juicio sobre los demás, por lo que difícilmente llegan a formar equipos donde impere la confianza y el reparto de responsabilidades.

¿Saben adaptarse? Parece a simple vista que Pujol tenga más cintura que Borrell. Falso. El primero tiene una experiencia más dilatada, eso sí, y un entorno histórico y social más hostil a su ideario, por lo que precisa de mayores dosis de adaptabilidad. De modo parecido, el segundo se plegará a las exigencias de la realidad sólo en la medida en que las circunstancias lo exijan y no tenga otro remedio. Si topan con un muro indestructible, no dan la vuelta ni lo rodean. Ambos lo embisten a trechos hasta dar con su punto débil.

Pagan y cobran con la misma moneda. Pujol le dio a Borrell un carnet de mal catalán. ¿Cómo respondió éste? Echándoselo en la cara, acompañado de un carnet de mal español y un visca Espanya que le debió dejar helado. La mente de ambos es maniquea y no pueden dejar de dividir el mundo en malos y tontos útiles -porque, si bien se miran, bueno, bueno no hay más que uno mismo-. Cuando no gobiernan son un agobio. Y gobiernan, cuando lo hacen, más atentos a la satisfacción de sus creencias que a las de los gobernados. Éstos acaban por no saber si es mejor conformarse o tenerles que sufrir en otras circunstancias. Se percibe su paso por la historia. Su huella, ya veremos.

ta.

Xavier Bru de Sala es escritor y periodis

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