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Intereses primarios

A finales de la década de los setenta, los laboristas ingleses desarrollaron la singular costumbre de desplazar a los candidatos con más posibilidades de ganar las elecciones al Parlamento, sustituyéndolos por otros cuyo acusado perfil radical se ajustaba mejor a los vientos ideológicos que en aquel momento soplaban en la organización. El fenómeno se interpretó como consecuencia de una fase de delirio ideológico transitorio, que llevaba a las organizaciones locales del partido laborista a creer que lo que los electores deseaban eran programas y candidatos radicales, y que en esta línea había que ir para conseguir mayor apoyo social. Tal creencia, desde luego, no se vio corroborada en absoluto por los resultados electorales.Para explicar esta curiosa actuación, la hipótesis más simple es la del autoengaño, que resulta además consistente con el discurso que mantenían los dirigentes izquierdistas del laborismo. Pero aun así no parece completamente satisfactoria. Todos tendemos al autoengaño, por ejemplo a creernos más importantes e imprescindibles de lo que somos, pero casi nunca lo llevamos a extremos que pongan en peligro nuestro futuro personal o laboral. En asuntos prácticos, de hecho, nos comportamos con más cautela de la que cabría esperar a partir de nuestras ilusiones sobre nosotros mismos. ¿Por qué un sector del laborismo llevó su autoengaño al extremo del cuasi suicidio electoral?

En un libro de aplicaciones de la teoría de juegos a la política comparada, publicado en 1990, se ofreció una interpretación simple de esta conducta aparentemente irracional: los dirigentes laboristas locales estaban tratando de reafirmar su poder en el partido, a expensas del grupo parlamentario. Su autoengaño no les perjudicaba a ellos, sino al propio grupo parlamentario, que veía reducirse sustancialmente su fuerza y sus recursos con las derrotas, mientras las organizaciones locales sólo pagaban un coste menor por ellas, y en cambio mostraban a la dirección nacional la necesidad de tomarles en cuenta. El fenómeno podía entenderse si se dejaba de pensar en el partido sólo como una organización cuyo objetivo es ganar las elecciones para poner en marcha un programa, y se le veía además como una arena en la que se enfrentaban intereses distintos. Los intereses primarios de los dirigentes locales (reforzar su poder dentro de la organización) podían pesar más que los intereses colectivos.

Este análisis es bastante adecuado para entender porqué las organizaciones partidarias pueden insistir en designar candidatos cuyas posibilidades de victoria parecen limitadas, pero que garantizan el control político de los dirigentes. Lo curioso es observar que el problema no tiene porqué desaparecer de la noche a la mañana si la designación de candidatos se realiza mediante la consulta a las bases: en un partido con un funcionamiento democrático, lo normal será que los dirigentes representen las preferencias de los militantes del partido, es decir, que éstos también puedan preferir la derrota con un candidato de confianza a la victoria con un candidato que no se la ofrece, que no procede de sus filas. Pero eso implica que las preferencias de los militantes de un partido no coinciden con las de los votantes.

A simple vista esa posibilidad puede resultar sorprendente. Se trata, sin embargo, de un hecho comprobado en todos los partidos democráticos, y en cierta medida inevitable. Si los militantes tuvieran exactamente las mismas preferencias de los electores se limitarían a ser votantes, y no se tomarían el trabajo de militar. Una de las principales razones de que sean militantes es el deseo de influir en la toma de decisiones políticas, y en ocasiones pueden dar más importancia a la reafirmación de esa influencia que a la posibilidad de ganar las elecciones. Ahora bien, es bastante evidente que más allá de cierto límite la divergencia entre las preferencias de los militantes y las de los votantes constituye un problema patológico, y que puede tener raíces en la propia estructura organizativa.

En todo caso, se diría que el pulso que estas direcciones locales sostuvieron con la dirección nacional de los laboristas sólo podía darse porque el precio de una derrota en las elecciones legislativas recaía casi exclusivamente sobre la dirección nacional. Por tanto, esta situación no podría darse en unas elecciones donde lo que estuviera en juego fuera el poder local. En efecto, en este caso la designación de candidatos con escasas posibilidades de éxito aparece como una mala apuesta por parte de la dirección o de la organización local: perder las elecciones significa renunciar a aumentar el poder y los recursos propios.

La realidad tiene, sin embargo, una irritante tendencia a ser más paradójica que las teorías. En la organización local de un partido puede existir un reparto de poder tal que una victoria electoral perjudique a una parte de la organización: si ésta posee poder de veto, tratará de impedir la designación de candidatos que, al posibilitar la victoria, puedan propiciar un nuevo reparto de poder que le sea desfavorable a esa parte de la organización. Conviene subrayar que no hay porqué presuponer que ninguna de las partes persigue el poder por sí mismo o con fines egoístas, sino como instrumento para realizar fines altruistas (cumplir los objetivos del partido). Aun así el problema persistirá: ¿qué se puede hacer en una organización en la que un sector con (potencial) capacidad de veto bloquea, en función de sus intereses primarios, los intentos de designar candidatos con posibilidades de ganar?

En una situación así la primera cuestión es saber si la capacidad de veto se plantea dentro de la dirección o dentro de la base de la organización. En el primer caso, el problema se puede intentar resolver recurriendo a una consulta directa a la militancia, tratando de que ésta asuma su responsabilidad ante los electores por encima de la lealtad a una parte de la dirección. Pero si es en la propia base de la organización local donde existe una situación de bloqueo, parece evidente que el problema refleja una crisis orgánica larvada. En estos casos lo previsible es que, además, el sector con supuesta capacidad de veto no tema el estallido de la crisis, pues su cálculo será que, dado su peso, una crisis abierta sólo puede traerle mejoras en su cuota de poder.

Un partido no es una coalición más o menos armoniosa de intereses diversos, sino una institución que trata de lograr una actuación cooperativa de distintos actores (locales y nacionales) estableciendo un orden de preferencias entre sus intereses para alcanzar objetivos globales, de interés general. Si, a la hora de elegir candidatos electorales, no es posible alcanzar esa cooperación dentro de una organización partidaria, parece evidente que se trata de un problema estructural que afecta a la propia funcionalidad social del partido. Por tanto, éste deberá afrontar algún tipo de actuación que le permita readecuar su oferta, en términos de candidatos y programas, a las demandas de la sociedad en general y de sus votantes en particular.

En un partido autoritario estas cuestiones pueden resolverse designando a dedo a los candidatos que encajan, según los estudios de imagen, en las demandas sociales. Cuando las expectativas son favorables, se pueden ganar las elecciones por este medio. Otra cosa será la calidad de la tarea política que los así designados puedan realizar, y desde luego no parece que sea un buen procedimiento para ganar credibilidad política. En un partido democrático, en cambio, parece evidente que el problema sólo se podrá resolver modificando los mecanismos de afiliación y de participación, para evitar que la militancia se restrinja a los grupos de apoyo a los intereses particulares dentro de la organización: para evitar el clientelismo.

Ludolfo Paramio es profesor de Investigación en el Instituto de Estudios Sociales Avanzados del CSIC.

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