El corazón del laberinto
Primero Las Rozas y luego Las Matas, repetíamos alborozados los niños, satisfechos de haber descubierto por nuestra cuenta un nuevo juego de palabras quizá tan antiguo como la existencia de ambas localidades. Lo decíamos de regreso a Madrid, volviendo de la sierra. Desde la capital era a la inversa, primero Las Matas y después Las Rozas, que aún no se habían convertido en un laberinto de difusas fronteras, una babel de colonias, bloques, polígonos y centros comerciales a ambos lados de la autopista de La Coruña.Como recuerda Jiménez de Gregorio en Madrid y su Comunidad, el verbo rozar significa también roturar, abrir rozaduras, hacer surcos como el que traza aquí la carretera, necesaria, insoslayable, que, atenta a su función, no respeta ni a los vivos ni a los muertos. La autopista ha profundizado aún más la separación entre los dos reinos rodeando con ambos brazos el perímetro de un pequeño cementerio blanco y azul que hoy ocupa una insólita isla rodeada de asfalto por todas partes, expuesto a las fugaces miradas de los automovilistas, que aminoran inconscientemente la marcha al pasar junto a sus muros por primera vez y creen haber visto un espejismo funesto, o quizá lo toman por una de esas contundentes armas disuasorias que son tan del gusto de la Dirección General de Tráfico en sus tremendistas campañas.
Salvo su ubicación, no hay nada tétrico en este humilde camposanto rural, murado por ladrillos blancos de cal que remata un tejadillo de azulejos esmaltados. El antiguo cementerio de Las Rozas es un testigo ejemplar, aunque marginado, del pasado histórico de un pueblo que ha sabido preservar milagrosamente su identidad frente a las más dramáticas vicisitudes, en la paz y en la guerra. Destruido casi por completo durante el largo cerco a la capital que marcó el principio y el final de nuestra última contienda fratricida, las nuevas autoridades encomendaron su reedificación a la Dirección General de Regiones Devastadas. Amparados bajo tan ominosa denominación, los antiguos devastadores tapaban sus fechorías a toda prisa levantando pueblos que parecían maquetas, con casas que parecían todas la misma casa-cuartel, reproducida en serie y perfectamente alineada en la formación.
Años después el peligro seguía llegando por el camino de la ciudad, la capital sitiada rompía su cerco y se desbordaba anegando las comarcas limítrofes con una marea de hormigón, ladrillo y asfalto. Los urbanitas huían a la desbandada para acampar extramuros de su urbe contaminada y superpoblada, llegaban con aire de conquistadores para tomar posesión de sus pequeñas parcelas y luego poco a poco se iban trayendo a cuestas la ciudad de la que habían desertado, su tráfico, sus comercios megalíticos, sus costumbres y, si les dejaban, sus bloques y sus torres de apartamentos. En los rústicos márgenes de las carreteras rurales, un bosque de vallas publicitarias impedía ver los árboles.
Desaparecieron la agricultura y la ganadería, el cereal dejó paso al cemento, se pavimentaron prados y dehesas, se armaron polígonos y pirámides. Muchos se enriquecieron y algunos se arruinaron, pero en el corazón de los rozeños las tradiciones siguieron vivas. Frente al progreso inexorable que borraba la memoria del paisaje, los vecinos de Las Rozas siguieron celebrando sus fiestas más antiguas, alguna, como la de "La leña de los quintos", en vías de extinción o de cambio, por la desaparición prevista del fenómeno que la motivaba. Hoy todavía, en la noche de Reyes, los quintos sorteados ese año van al campo a buscar leña y prenden su monumental hoguera como hacían sus ancestros desde 1790 y los devotos acuden a La Dehesa en romería para celebrar en su moderna ermita el antiguo culto a la Virgen del Retamar, familiarmente llamada "La Retamosa". A finales de septiembre los rozeños aún conservan el ánimo para festejar durante 15 días a su patrón, san Miguel Arcángel, en cuyo honor se queman "los mejores fuegos artificiales de la Comunidad", así lo afirma una informadísima vecina, y el cronista no es quién para contradecirla.
En las fiestas de este municipio, cuyo censo bordea los 50.000 habitantes, confraternizan los antiguos y los nuevos vecinos de Las Rozas, que empiezan a sentirse de pueblo y en su pueblo. Las calles cercanas a la modesta plaza del Ayuntamiento que forman el núcleo central acogen los fines de semana a una multitud festiva y variopinta que se derrama por una ruta de tabernas y cervecerías. En la nueva plaza de España, construida a la antigua usanza, con su templete de música en el centro, se abren al buen tiempo las terrazas más concurridas y se multiplican los corrillos y mentideros.
Las Rozas sobrevive a sus pérdidas. Don Eduardo Muñoz, poeta y cronista local, recoge en prosa y verso, en su libro Así era mi pueblo, los recuerdos y las nostalgias de lo que se fue, y canta, por ejemplo, al desaparecido arroyo de La Gavia, que pasaba por el centro de la villa, con sentidas estrofas: "Cómo no añorar La Gavia./ Quién no ha jugado en sus fuentes,/ quién no hizo charca en sus aguas/ y barquitas que bajaban sus corrientes". Lástima que el libro de don Eduardo sea prácticamente inencontrable, y en parte inédito, y que sus páginas no sirvan hoy para ilustrar a nuevas generaciones de rozeños.
Pero el velo de la nostalgia no empaña la visión de la realidad actual que perciben muchos vecinos, preocupados por la degradación de su dehesa comunal, donde las viejas encinas comparten su hábitat con un parque empresarial y un recinto ferial. La especulación inmobiliaria planea también sobre esta reserva natural, parque emblemático del que han ido desapareciendo las jaras y los matorrales ante la acción de los insaciables urbanizadores.
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