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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

Capital y tesoro

Quiero hacer una sola, respetuosa, objeción al artículo de don José Luis Serrano, La catástrofe empezó hace mucho tiempo (EL PAÍS, 5-V-98), sobre el caso Doñana. Me refiero a la fórmula «capital natural» que usa un par de veces en el texto. Su justificación aparece en el inciso entre guiones de esta frase: «La envergadura económica y ecológica -estas dos palabras son cada vez más sinónimas (¡entérense de una vez, señores pescadores, señores agricultores, señores sindicalistas, señores alcaldes, señores promotores!)- de esta catástrofe debería hacer inevitable un proceso social y serio de reflexión». No le quitaré ni un punto de razón en los más que evidentes efectos económicos de muchas catástrofes ecológicas, en cuanto a la destrucción o esquilmo de los «yacimientos de riqueza», como son, directamente, las zonas pesqueras, e, indirectamente, a través de la regulación del clima, las llamadas «masas forestales», como tal vez por excelencia las de las cuencas del Orinoco y el Amazonas, que han sufrido este mismo año un incendio cuya extensión unos han calculado tamaña como Bélgica y otros como Francia. Todo esto es verdad, y mi objeción se refiere únicamente a la imprudencia de usar la expresión «capital natural», en el sentido en que la tradición terminológica ha contrapuesto siempre las nociones de «capital» y de «tesoro». El tesoro es un puro «bien» o «lujo», sustraído a la circulación económica y que, por tanto, además de no producir beneficios, puede incluso exigir gastos, como en general creo que es el caso de las llamadas «reservas naturales». El concepto de «capital» connota, en cambio, por definición, una actividad en los intercambios económicos y, por tanto, una rentabilidad dentro del cada vez más abusivo e irracional fetiche de la llamada «creación de riqueza». La imprudencia de una expresión como la de «capital natural» está en estimular el criterio de la rentabilidad como única justificación de la conservación de cosas que, en verdad, deberían ser concebidas como «tesoros», con la consiguiente aceptación de los dispendios a fondo perdido que puedan exigir. La única justificación relativamente aceptada para tales dispendios no se refiere a la estimación de esos bienes en sí , sino a su bastarda concepción como factores del «prestigio nacional». Pero, personalmente, me echo a temblar incluso cuando oigo hablar de «turismo ecológico», con la perversa intención de fomentarlo. Extractaré, por último, unas frases de James M. Buchanan, premio Nobel de Economía de 1986, en su libro Ética y progreso económico , refiriéndose a la región de Prudhoe Bay, en el norte de Alaska: «Puedo afirmar categóricamente que no puede haber otro sitio más desolado que esa vertiente norte, si no fuera por los pozos de extracción: un desierto inhabitable, helado, vacío. Hay otra sección de esa vertiente que se anticipa que puede proporcionar petróleo, pero se ha impedido su desarrollo por el juicio mal orientado y confuso de que habría que conservarla en su prístino estado natural. Este juicio es, a mi parecer, tremendamente inmoral (...) La ociosidad por motivos estéticos privados tiene un coste que ni los economistas con más olfato han sabido precisar. ¿Debería sorprendernos la decadencia relativa de las cifras de producción de la economía norteamericana si los chicos de las flores de los años 60, llegados a adultos, y los románticos defensores del medio ambiente han organizado sus esfuerzos para hacernos volver al estado natural? La ociosidad es ociosidad y sigue siendo ociosidad cualquiera que sea su excusa». Como «ocioso», nada hay más ocioso que los bienes -estos sí que cada vez más «escasos»- de cuyo disfrute se compone la felicidad de la vida humana. La ética de Buchanan nos previene contra la inmoralidad «estetizante» de olvidar que sólo estamos en este mundo para trabajar y producir.-

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