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Mediante la palabra y el voto

¿Qué es lo que hace que un cambio sea revolucionario? ¿Cuál es el criterio con el que tendríamos que dar respuesta a este interrogante?Si nos atenemos a la forma en que se caracterizan las revoluciones en los libros de historia, es evidente que la «ruptura violenta con el pasado» sería el criterio determinante para calificar un acontecimiento de revolucionario. En nuestra cultura política tendemos a asociar de forma inmediata y generalizada los acontecimientos revolucionarios con el ejercicio de la violencia. Revolución es sinónimo de asalto al poder, de derramamiento de sangre, de destrucción de propiedad, de liquidación de contrarevolucionarios. Se desarrolla a saltos, a través de disensiones en las propias filas revolucionarias, que acaban conduciendo a que «la revolución devore a sus propios hijos». Y finaliza en un ejercicio autoritario del poder. Bien en la forma de un paréntesis de duración relativamente reducida (Cromwell o Bonaparte), bien en la forma de dictaduras de partido de duración extraordinaria (la de los partidos comunistas ruso, chino o cubano).

Jamás asociamos el término revolución con cambios introducidos mediante procedimientos políticamente pacíficos y jurídicamente ordenados. Por eso nadie discute que la Revolución Francesa fue una auténtica revolución, y, sin embargo, casi nadie califica como revolucionario el proceso que condujo a la Constitución federal de 1787 en Estados Unidos. Nadie discute que Robespierre o Marat fueron revolucionarios. Casi nadie piensa que George Washington o James Madison lo fueran. Un cambio como consecuencia de la formación de una opinión pública a través del uso de la palabra e instrumentado a través del ejercicio del derecho de sufragio no ha sido considerado nunca un cambio revolucionario.

Sin embargo, ésta es una manera equivocada de ver las cosas. Si la calificación de un acontecimiento como revolucionario la hacemos depender, como debemos hacerlo, de la intensidad del cambio que acaba produciendo en la sociedad, de la profundidad de la transformación en la manera en que los individuos organizan su convivencia, entonces la palabra y el voto son instrumentos mucho más revolucionarios que todas las formas de violencia a las que solemos aplicar el adjetivo de revolucionaria. Lo que Robespierre y Marat hicieron es relativamente irrelevante para nosotros. Lo que James Madison hizo en la Convención de Filadelfia, lo que dejó escrito en El federalista, a fin de conseguir la ratificación popular del proyecto de Constitución, y el trabajo que desarrolló para que fueran aprobadas las diez primeras «enmiendas» a través de las cuales se produjo la «constitucionalización de los derechos» continúa siendo un punto de referencia inexcusable para explicar la sociedad y el Estado democráticos no sólo en Estados Unidos, sino en todo el mundo.

No hay instrumento más revolucionario que el voto. Y no lo hay porque es el único a través del cual puede expresarse el principio de igualdad. La violencia no puede expresar nunca el principio de igualdad. Aunque no es infrecuente que quienes utilizan la violencia de manera revolucionaria invoquen el principio de igualdad como elemento justificador de la misma, tal invocación es puramente ficticia. La violencia es la ley del más fuerte, y la transformación por tanto de la diferencia natural en dominación política y privilegio jurídico. De ahí las nomenklaturas en las que desembocan los regímenes revolucionarios, que es una de las formas más perversas de manifestación de la desigualdad. En las sociedades humanas no hay expresión más acabada del principio de igualdad que el derecho de sufragio. El único momento en la vida de los seres humanos en que un individuo es exactamente igual que otro es en el momento de la votación en un proceso democrático. Solamente somos iguales en cuanto miembros de un «cuerpo electoral». En ese momento somos fracciones anónimas de dicho cuerpo. En el acto de votar queda cancelada nuestra individualidad y todos valemos igual. Felipe González lo mismo que cualquier militante de cualquier agrupación.

Ahora bien, el voto exige la palabra. El voto no precedido de la palabra es un mecanismo de «manipulación» del cuerpo electoral y no de expresión del mismo. Quienes tuvieron que votar en los refererendos de Franco lo saben por experiencia propia. Quienes no tuvieron que hacerlo lo saben por los libros de historia. La palabra es lo que da sentido al acto de votar, lo que convierte al voto en una manifestación de voluntad «política».

A la combinación de ambos hay que atribuir los cambios más profundos, más intensos, más duraderos y más universales en las sociedades humanas. Por eso dan seguridad, una vez que los cambios han sido introducidos y se han asimilado, pero producen una extraordinaria incertidumbre en su inicial puesta en marcha. La palabra y el voto lo trastocan todo, subvierten todo tipo de jerarquía, no acaban aceptando nada más que aquello que puede ser justificado a través de un discurso comprensible. Y, una vez que imponen su ley, el cambio es tan irresistible que parece casi imposible imaginar cómo las cosas han podido ser distintas.

Esto es lo que ha ocurrido con las primarias del partido socialista. El mecanismo que ha puesto en marcha Joaquín Almunia ha sido el más revolucionario de los imaginables. Por eso ha generado tanta incertidumbre tanto en el interior como en el exterior del partido. Más posiblemente fuera que dentro, como las reacciones antes y después de la victoria de José Borrell están poniendo de manifiesto.

En el partido ha habido preocupación antes y sigue habiéndola después. No puede no haberla. Tiene que asimilar un cambio de naturaleza revolucionaria que va a alterar profundamente la forma de hacer política hacia el exterior, y va a poner en cuestión las relaciones de poder en el interior. El voto directo ha sustituido al voto indirecto como instrumento de legitimación del candidato socialista a la presidencia del Gobierno. Un mecanismo protodemocrático ha sido sustituido por otro democrático. El principio de legitimación democrática sin mixtificaciones ha irrumpido en el interior de la organización socialista. Esto es lo que significan las primarias

Pero la preocupación adquiere el carácter de miedo en el exterior del partido. Antes del día 24, el miedo se había exteriorizado en la descalificación de las primarias como un procedimiento fraudulento, cuyo resultado estaba predeterminado. Los comentaristas políticos de Radio Nacional de la tertulia de Carlos Herrera se negaron a aceptar ni siquiera como hipótesis la victoria de José Borrell. El miedo a que las primarias pudieran serlo «de verdad» les atenazaba. De Miguel Ángel Rodríguez y otras hierbas, para qué vamos a hablar.

Después del día 24, el miedo ha alcanzado proporciones de histeria. Ante la prueba de que las primarias no estaban trucadas, era imposible el triunfo de José Borrell. Ahora que lo imposible se ha producido, la prueba de que el proceso iniciado el 24 es de verdad democrático pasa a ser la dimisión de Joaquín Almunia y la convocatoria de un congreso extraordinario. Si esto no ocurre, las primarias habrán sido democráticas a la entrada, pero habrán dejado de serlo a la salida.

Siguen sin enterarse de nada. La dimisión de Joaquín Almunia y la convocatoria de un congreso extraordinario serían no la confirmación, sino la negación del carácter democrático de las primarias. Significaría dar marcha atrás y combatir la expresión del principio democrático con la vuelta al principio protodemocrático. Supondría, en consecuencia, abortar el proceso democrático que se ha puesto en marcha a través de la palabra y el voto. Sería un mecanismo de defensa burocrático frente a una manifestación de voluntad democrática. Por eso no puede producirse. Y como no puede producirse, no se va a producir. El principio de legitimidad democrática ha entrado de manera políticamente tranquila y jurídicamente ordenada en la vida de los partidos españoles a través de las primarias socialistas. Pero ha entrado con la fuerza de los cambios revolucionarios de verdad. Para quedarse y surtir efectos de manera indefinida. Como ocurre siempre que el cambio se produce mediante la palabra y el voto.

Javier Pérez Royo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla.

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