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Manolinho

DÍAS EXTRAÑOSHacía 10 años que no le veía y, de repente, ahí estaba, en mitad de La Rambla, con el mismo aspecto de emigrante perplejo que tenía cuando compartíamos mesa en la redacción madrileña de la revista El Globo. Cargaba una bolsa y un maletín como el que arrastra una maleta de cartón y contemplaba la realidad que le rodeaba con una de esas expresiones propias del pueblerino perdido en la gran ciudad. Le llamé, se me quedó mirando como el que se encuentra a un primo segundo al que no ha visto hace siglos y nos dimos un abrazo sincero, sin redoble, nada que ver con esas palizas en la espalda que se dan los ejecutivos de camisa de cuello blanco y pechera a rayas en la puerta de Chicote. Manolo Rivas no ha envejecido nada, aunque tiene mejor color (¡y yo también!) que cuando languidecíamos en la redacción de El Globo, cual reclutas que piensan que les podría haber caído un destino mejor, dudando de que esto del periodismo de mesa fuera lo nuestro. El hombre había venido a Barcelona para participar en Avisa"ns quan arribi el 2000, ese programa del Canal 33 en el que se entrevista a cualquiera que tenga algo que decir, a no ser que se trate de un escritor barcelonés que escriba en castellano, en cuyo caso se le aplica el tratamiento habitual de TV-3 para aquéllos que se empeñan en escribir en una lengua que proviene de una antigua violencia: el ninguneo y la negación audiovisual de su existencia. En plena Rambla, vigilando yo sus cosas para que no se las robaran, mantuvimos una breve y agradable conversación que me sirvió para alejar una duda que tenía sobre Manolo. Como hacía dos lustros que no le veía y sólo sabía de él por la prensa, dudaba de esa imagen de poeta galaico sensible que se había construido en torno a él. Yo recordaba a un tipo inteligente y con talento, cierto, pero también a alguien con un contundente sentido del humor que no suele aparecer en los papeles. ¿Se habría creado un personaje culturalmente rentable mi viejo amigo? Pues bien, después del encuentro en La Rambla puedo decir que Manolo Rivas es de verdad. Tan de verdad como el que hace 10 años me enviaba a Lausana a hablar con Hugo Pratt o a Berlín a escuchar a Wim Wenders (a Wenders no se le entrevista, sino que se bebe uno sus palabras en un silencio religioso) para paliar mi aburrimiento. Lo que pasa es que el Manolo Rivas actual es, como diría el superventas Toni Soler, ni mejor ni peor, simplemente diferente. El Manolo Rivas que todos conocemos es un escritor que un buen día, mientras su mirada se perdía en la pantalla de un ordenador cargado de textos que acortar, tuvo una epifanía. La ciudad no es para mí, se dijo emulando a Paco Martínez Soria. Así que volvió a hacer las maletas, se enclaustró en una aldea de 10 casas en la gallega Costa da Morte y se dedicó a sus cosas. De vez en cuando, por una mezcla de promoción y ganas de cambiar temporalmente de aires, va a alguna gran ciudad y responde amablemente a las preguntas de los entrevistadores aunque se las hagan en un idioma que no acaba de entender muy bien (como le sucedió la otra noche a manos de esos entrañables Beavis y Butthead bajo los efectos del valium 10 que son Jordi Beltran y Joan Vinyoli). Yo de él hubiera respondido en gallego y santas pascuas. Pero Manolo es un buen tipo y, no contento con hablar en castellano (inevitable medio de comunicación entre miembros de naciones oprimidas), les regaló a sus interrogadores sendos lápices de carpintero (a mí me obsequió una moneda de 50 pesetas para que me acordara de que menos mal que nos queda Portugal cuando el euro termine con la especificidad económica europea). Según Deepak Chopra, gurú espiritual cuyos libros se venden más, incluso, que los de Toni Soler, regalar cosas a las personas con las que te cruzas es una de las claves del éxito. ¿Leerá Manolo al señor Chopra? Lo dudo. Yo creo que lo suyo es, más bien, la actitud amistosa del explorador que quiere entrar con buen pie en una tribu de indios que aún no sabe si es pacífica u hostil.

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