Gigantes
Hay personas que, dotadas de un poder inconfundible, antiguo y exclusivo, alcanzan en un punto de su vida la condición de gigantes humanos. Cuando estos seres se despiden de una reunión en la que estamos, medio mundo se despide con ellos, y cuando reaparecen en otro momento, allí donde nos hallamos, el espacio reluce de golpe como en un cuadro. No importa, en muchos casos, que estos ejemplares sean famosos, ilustres o eruditos, su naturaleza es en sí una excepción que convierte en lujo la simple relación con ellos. Algunas mujeres elegantes, perspicaces y especialmente hermosas representan bien a esta raza que ni se degrada ni pierde poder con la vejez. El tiempo que tanto nos derruye a los demás se deposita en ellas como un sedimento de alta calidad y no parece, de esta manera, que vayan a morir nunca. Más aún: habiendo estado a su lado, el futuro se hace impensable sin su visión. Exactamente, imposible de concebir, inaccesible al pensamiento. Aparecen o se las encuentra -cuando se posee esta fortuna- formando parte de lo más definitivo del universo y es así tan difícil imaginar su fin como lo es eliminar un amanecer o la fragancia de un bosque. De ahí que su muerte, cuando ocurre, nos arrebate un gran pedazo de la fe en la cordura de Dios o en la neutralidad del destino.
No hace falta ser un personaje mundial como Octavio Paz y otros grandes parecidos para suscitar esta clase de atracción humana, aunque sea él quien haya impulsado hacia este texto. De vez en cuando, entre los conocidos, los amigos o la familia emerge esta estatura gigante. Personas con un aforo de que la vida, en general, reluce a su costado y nunca los días recuperan su valor cuando se apagan. O, mejor: cuando su luz, todavía alentando en la memoria, acentúa el compacto dolor de la sombra.
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