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De fondos y formas

MATÍAS MÚGICA Probablemente en este mundo siempre ha importado más la forma que el fondo. Conrad, por ejemplo, se mostraba enteramente convencido de ello, incluso hacía en sus memorias una verdadera profesión de fe en el envase y de menosprecio del contenido: "Quien desee convencer ha de confiarse no al argumento adecuado sino a la palabra idónea. Siempre ha sido mayor el poder del sonido que el poder del sentido". Pero a lo que iba: parece que el ser humano es fundamentalmente impresionable; no hay que hablarle a la cabeza sino al corazón, y además diciéndole burradas, o cosas bonitas, a elección; en todo caso nada de razonamientos. Al hombre le pueden las palabras y, más aún, el tono. Sobre todo el tono. Vean ustedes, si no, la televisión y la publicidad, cuyo secreto (y funciona) parece consistir exclusivamente en decir una memez detrás de otra pero utilizando toda las variedades de la voz campanuda: sensual e insinuante, cálida y entrañable, risueña o quejumbrosa, lánguida o encendida... Cualquier cosa menos un tono normal, como si el mundo a cada instante estuviera a punto de perecer o, por el contrario, de alcanzar el orgasmo. En fin, el caso es que ciertas palabras, por ejemplo Libertad, o Amor y una larga lista de sustantivos abstractos, han conseguido siempre y en todo tiempo arrancar del sofá a gran número de humanos que de haberles venido con razonamientos ni habrían pestañeado. ¡Ah! se me olvidaba la peor, la más letal palabrita de entre las que levantan la boina al ciudadano aletargado: Patria. Por Dios, qué memoria, me saltaba la más-más, el trompetazo supremo, impepinablemente transmutado más tarde o más temprano en cementerio para descanso eterno, en mausoleo de protección oficial de las siempre numerosas víctimas del arrebato. A los vascos nos van a contar. Esto probablemente siempre ha sido así; la humanidad tira más bien al oropel; el contenido le resulta en general indiferente y con frecuencia molesto. Son las palabricas las que nos enceguecen, tan bonicas, como mosquitas muertas, que parece que nunca han roto un plato, y a la que te descuidas te meten la guindilla maligna por algún orificio y sales a la calle cantando tonterías, buscando a alguien para limpiarle el forro. Es cosa de toda la vida. Pero yo venía más bien a hablar de la actitud contraria, aunque se me ha ido la mano en los prolegómenos: la actitud del prosaico, o realista, como quieran ustedes llamarlo, que se atiene a la chicha y desprecia el envoltorio, actitud que no deja de darse también y llega incluso, aunque rara vez, a pasar a lo escrito y a producir tipos literarios curiosos por insólitos. Cuenta por ejemplo T. E. Lawrence que un día que andaba por el desierto, cosa que en cierta época de su vida le sucedió mucho, se detuvo en un pequeño oasis donde vivían solos un viejo con su mujer y sus tres hijas, dedicados a cultivar palmeras, vender dátiles y despreciar a todo el mundo. Lawrence lo pinta como un Diógenes del desierto, simiesco y deslenguado, absolutamente impermeable a la retórica: una y otra vez contestaba a la chapa patriótica de los rebeldes con una sola pregunta: ¿Qué más habría de comer o de beber el día en que vencieran? El viejo Kur (Lawrence no lo cuenta pero estoy seguro) tuvo que estar a punto de que le cortaran el cuello. Si hay algo que un patriota lleve mal es la falta de entusiasmo. Y la sinceridad. La verdad es que el prosaico datilero no compone una figura muy gallarda, sobre todo comparado con el intenso glamour de Lawrence y sus chicos. Pero hay algo en su figura, en su pregunta, que intriga, que tuvo que intrigar a Lawrence para que lo recordara todavía muchos años después de vuelta a casa. Debe de ser la insobornable impresión de realidad del personaje, perdido entre un mar de figurones de cartón. Además su pregunta tiene miga y no se deja devolver a toriles así como así. El insolente datilero quiere concreción. Quiere que le pongan por escrito lo que traerá a la larga tanto sustantivo abstracto en términos de felicidad humana diaria. Ahí es nada: felicidad humana diaria; no hay ideal que aguante ese rasero. Me pregunto qué quedaría en el País Vasco de nuestras zarandajas si lo aplicáramos sistemáticamente. En mi opinión, no gran cosa.

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