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La izquierda plural

Antonio Elorza

Cuando hace tres años algunos comentaristas pusimos de relieve la posible importancia del «efecto Jospin» sobre nuestra izquierda, la reacción mayoritaria fue de escepticismo. De un lado, la honrosa derrota ante Jacques Chirac en las elecciones presidenciales podía cargarse en la cuenta de una derecha dividida entre candidaturas rivales y, una vez pasado el sobresalto, esa misma derecha parecía bien encaminada al contemplar desde el poder la llegada del próximo milenio, mientras la sombra política de François Mitterrand, bastante siniestro para sus propios seguidores en la etapa final de su reinado, gravitaba sobre el socialismo francés. Por otra parte, en España ocurría lo propio con Felipe González, todavía presidente, con los populares cada vez más cerca de alcanzar un relevo de gobierno, para el cual, a pesar de todo, el tirón del sevillano seguía constituyendo el principal obstáculo. Recuerdo haber mencionado al respecto, en mayo de 1995, el nombre de Borrell como uno de los buenos gestores del PSOE que podían permitirle en el futuro salir de la maraña en que por el momento se encontraba atrapado. Una posibilidad aún lejana. Desde entonces, las cosas han cambiado, tanto en Francia como en España. La ejemplaridad de la trayectoria política marcada por Lionel Jospin se ha acentuado. Mitterrand y su outsider Bernard Tàpie son nombres en el recuerdo. El partido socialista ha dejado atrás una prolongada era de confusión y corrupción, y gobierna el país encabezando una alianza de la que forman parte un PCF vuelto a la razón con Robert Hue y los ecologistas. Es la noción de una izquierda plural, pero de sentido unitario y profundamente democrático, capaz de aunar criterios y candidaturas en las recientes elecciones regionales, así como de recuperar el talante reformador de la socialdemocracia clásica con el ensayo de una redistribución del tiempo de trabajo para impulsar el empleo. Está el avance del Frente Nacional, pero aquí la causa reside en el desconcierto de la derecha republicana.

En este tiempo, algo ha cambiado asimismo en la izquierda española, pero la perspectiva de esa coordinación, compatible con la pluralidad, es hoy por hoy improbable. Nuestra situación invierte así la de Francia: un centro-izquierda sociológicamente mayoritario, en términos cuantitativos, se traduce en una clara inferioridad en cuanto a la distribución del poder político. Cierto que el PSOE conserva altas expectativas de voto, pero mientras perdure la coyuntura económica alcista, el PP va bien. Por lo demás, en el PCE y en IU no se descubre a ningún Hue. Sigue siendo plenamente válido el diagnóstico que emitiera en sus memorias Simón Sánchez Montero al fijar el punto de inflexión hacia el repliegue político del PCE y de IU en la reunificación con los comunistas prosoviéticos. Por debajo del gesto mesiánico de Anguita, el contenido de la política del PCE-IU se atiene a un fondo rusota, de lenguaje clase contra clase, herencia del pecé prosoviético, cargado de menosprecio hacia la distinción entre las políticas de derecha y las de una izquierda reformista, y dispuesto a aprovechar las válvulas de escape que permiten reafirmar el propio radicalismo, como ocurre en el caso vasco. Claro que la historia del movimiento comunista es rica en virajes de 180 grados: esperemos que la oferta de Anguita, que apunta incluso a un programa común, no sea un simple gesto de oportunismo.

Más allá del PSOE tenemos entonces únicamente la alternativa que pueden proporcionar los expulsados y marginados por Anguita, con Iniciativa per Catalunya y Nueva Izquierda como protagonistas visibles. Y dado el carácter exclusivamente catalán de la primera, es al PDNI a quien corresponde poner en marcha una estrategia que compense el aislacionismo de IU. Los documentos aprobados en su primer Congreso, celebrado a fines de marzo, asumen esa orientación: «Pretendemos construir una alternativa de progreso -se lee en su propuesta política- plural, abierta, junto a otras fuerzas de la izquierda, partidos nacionalistas de izquierda e incluso centro progresista». La necesidad de constituir alianzas electorales que permitan desplazar al PP del poder aparece entonces como una necesidad ineludible, y el pacto con el PSOE, una convergencia política, se convierte en objetivo prioritario, diametralmente opuesto al encastillamiento asumido por IU. Es un enfoque de la realidad política cuyo defecto reside no tanto en la validez de la propuesta general para la izquierda como en el olvido de la propia debilidad. Una vez reconocida ésta, habría que encontrar los medios de impedir que dicha política de alianzas vaya a parar a la reducción del PDNI a ser un mero apéndice electoral del PSOE. La imagen que proyecta hacia el exterior Nueva Izquierda, centrada en impulsar la convergencia con el PSOE, encaja demasiado con la peyorativa que le adjudica el PCE. Debería quizás darse cuenta de que existe un espacio político, con base sindical, entre IU y PSOE que sólo una refundación de la izquierda democrática, y nunca el PDNI en solitario, está en condiciones de cubrir. La asimetría en las relaciones de fuerzas entre este grupo y los socialistas es tal que la convergencia, si es que al PSOE le interesa, difícilmente podrá evitar la absorción del aliado menor.

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Queda, pues, una vez más el PSOE como actor principal en el escenario de la izquierda, y sin duda la retirada de Felipe González constituyó un factor de dinamismo, al que han venido a sumarse las primarias para cabeza de candidatura que están a punto de celebrarse. La fórmula de revitalización de Jospin se traslada a España, aun cuando no sin limitaciones. La principal está ligada al calendario político. Jospin saltó a la palestra para obtener la designación en una elecciones presidenciales inminentes. Las primarias del PSOE tienen por objeto librar a Almunia de la sombra del Padre (y con la bendición de éste). Se han planteado así en un momento muy alejado de la convocatoria electoral, de modo que la designación mayoritaria del otro competidor, Josep Borrell, convertido entonces, quiérase o no, en cabeza visible del partido, no tendría a corto plazo por resultado la derrota del PP, sino una desautorización implícita del grupo dirigente surgido del último Congreso, poco dado además desde su instalación a reconocer y utilizar las facultades del político catalán. De ahí la reacción del aparato, fuertemente defensiva, en torno a Almunia, que sin duda le garantizará a éste una victoria gris, similar a la que obtuviera Redondo junior en Euskadi. Por lo demás, si bien ambos candidatos ofrecen una imagen de eficacia y honestidad, en los antípodas de cuanto constituyera el descrédito del PSOE en años pasados, en el caso de Almunia los meses de gestión han puesto de relieve los límites, tanto de su personalidad política como de quienes le acompañan. Almunia puede vencer a Aznar si falla el PP, difícilmente de otro modo. En cuanto a Borrell, su voluntad de renovación quedaría también a la espera del fallo ajeno, frustrándose el resultado principal que cabe esperar de unas primarias.

Entretanto, las fracciones de la izquierda política seguirán ahí, como están, y de acuerdo con la expresión de Antonio Gutiérrez, «la derecha puede aburrise de gobernar»; lo cual representaría mucho más que la consolidación de un ciclo conservador, dado el sello de autoritarismo que imprime el partido de Aznar a su acción de gobierno.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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