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Tribuna
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Una grata relación

Creo difícil ser buen editor sin tener entusiasmo intelectual por las obras de los autores que publica. Cuando esto ocurre, se establece una relación muy peculiar entre el autor así estimado y su editor, relación que suele converger hacia una amistad y mutua confianza. Ése fue mi largo trato con Luis Díez del Corral, que acaba de fallecer a los 87 años de edad, y del que fui su principal y más asiduo editor. Ya había publicado su primer estudio sobre El liberalismo doctrinario -y unas espléndidas traducciones de Hölderlin- cuando me entregó para las ediciones de la Revista de Occidente el original del que iba a ser su libro emblemático, El rapto de Europa, cuya primera edición apareció en 1954. En él medita sobre la idea de Europa, su predominio, decadencia y posibilidades de resurrección. Un libro reeditado profusamente, traducido a varios idiomas -entre ellos el japonés- y del que en 1973 hicimos en Alianza una edición de bolsillo con un largo prólogo en el que el autor mira, veinte años después, «ese proceso de expropiación de la cultura europea y el paralelo proceso de alienación». Precisamente los diferentes enfoques que, de los problemas abordados en este libro, tenían los distintos pueblos europeos salieron a relucir al traducir a sus idiomas respectivos el título del mismo. «Era el nombre», nos dice Díez del Corral, «de un viejo mito griego, y los mitos, los griegos sobre todo, flotan sobre el tiempo cambiante, permaneciendo a igual distancia de las sucesivas generaciones».

Le debo a Díez del Corral no pocos descubrimientos al encontrar en sus escritos, junto a sus propias consideraciones, la esencia, bien digerida y expuesta, de lo que dijeron los demás pensadores acerca de las cuestiones que trata. Su preocupación fue siempre el buscar las condiciones estables de la libertad política; de ahí su pasión por Tocqueville cuya obra «fue un inmenso esfuerzo para transponer a la democracia el gusto por la excelencia humana, el respeto mutuo y la audaz afirmación de la independencia personal que constituyen para el autor de La democracia en América la esencia de la libertad aristocrática». En su libro El pensamiento político de Tocqueville, que publicó Alianza en 1989, Díez del Corral sintetiza de forma admirable las ideas del gran doctrinario que miraba con melancolía el viejo régimen que desaparecía y con ilusión no exenta de temor el nuevo mundo que estaba surgiendo. «Formamos parte», decía Tocqueville según nos recuerda su repristinador español, «de un mundo que se va. Una vieja familia, en una vieja mansión de los padres, rodeada aún de un respeto tradicional, y de recuerdos queridos, no sólo para ella, sino también para la gente de su alrededor, no son más que restos de una sociedad que se está convirtiendo en polvo y que muy pronto no dejará huellas». La gran preocupación de nuestro amigo era que Europa no perdiera el tren de la historia porque, «como en los trenes de verdad, un cambio de agujas puede producirse por la mano de un político cuya genialidad linda con la demencia, especie ésta de gobernante en cuya producción nuestra centuria se ha mostrado verdaderamente prolífica».

Hombre distinguido de gesto y de espíritu, Díez del Corral mostró gran interés por el arte como síntoma y pronóstico del mundo por venir. En un luminoso artículo sobre la mirada en el arte mostró muy sagazmente que «en el tratamiento de la mirada se manifiestan con especial claridad las tendencias más radicales del arte en sus distintos periodos y se anuncian los cambios de orientación». La escultura griega trata el cuerpo humano con el mayor verismo salvo su parte más excelsa, el órgano de la mirada, al que se priva de la niña y del iris. La estatuaria romana seguiría la misma tradición hasta que «de pronto, en tiempos de Marco Aurelio, las estatuas romanas abren sus órbitas oculares y comienzan a mirar». Mirar es más que ver, y yo le recordaba a nuestro amigo, como cantaba Machado, «el ojo que ves no es / ojo porque tú lo veas / es ojo porque te ve».

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No hay duda de que las transformaciones de nuestro siglo y la aceleración de la historia han producido cambios gigantescos, incomparables con los de otras centurias. Y es muy de lamentar que los españoles no podamos contar ya con este hombre para orientarnos, con su sabiduría y conocimiento del pasado, entre las sombras del mañana. Nos sentimos en mayor soledad que la habitual de todo ser humano y lo único que nos consuela es... que quedan sus libros.

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