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Chapuzas

Son brutos pero buenos, incultos pero simpáticos, no tienen muchas luces, pero, a veces, tienen salidas graciosísimas, ocurrencias dignas de figurar en una antología de la gramática parda y del género chusco. La comedia de situación, la sitcom a la española, resucita los tópicos más miserables del sainete ínfimo cuando enfoca sus cámaras sobre lo que en la vieja farsa se denominaban "tipos populares". En el teatro clásico, los criados servían como contrapunto jocoso y pícaro de los protagonistas, secundarios forzosos condenados a dar la réplica graciosa antes de hacer mutis por el foro y dejar el escenario a sus nobles señores. En esas comedias de situación que tan buenos índices de audiencia consiguen en nuestras pantallas, el status se mantiene, aunque, en aras de lo políticamente correcto, las criadas se llamen ahora empleadas del servicio doméstico. y reciban un trato más amable y considerado, casi igualitario, por parte de sus patronos.

Esta fidelidad a la tradición que mantienen los responsables de las series de mayor éxito encubre su falta de creatividad, su forzado sometimiento a los dictados de una presunta mayoría encarnada en los usuarios de los fantasmagóricos audímetros, un espectro de lo más conservador, fiel a sus ectoplasmas de toda la vida, como Lina Morgan o Arturo Fernández, y a los tópicos de siempre, familias felices con abueletes simpáticos, niños traviesos y empleadas domésticas con mucho salero, andaluzas, o al menos ceceantes, y con novio gorrón, parado o subempleado.

Pero no hay que desesperar, algo han evolucionado estos personajes; por lo menos, ni ellas ni ellos están obligados por el guión a vestir de uniforme como antaño, desaparecieron las chachas rollizas y los sorchis famélicos que les daban amor y compañía a cambio de bocadillos de mortadela.

Fuera cofías y gorros cuarteleros.

Aunque hay casos en los que las cosas han ido a peor, como se puede comprobar cuando los guionistas de telecomedia elevan a la categoría de protagonistas a los comparsas habituales, a los sufridos representantes de la clase obrera.

Manos a la obra podría ser un paradigma de este subgénero cómico. Los antiliéroes de esta comedia, interpretados por dos magníficos actores, Carlos Iglesias y Ángel de Andrés López, son brutos pero nobles, feos, zafios y sucios, incultos y profesionalmente desastrosos, unos mantas directamente inspirados en sus entrañables colegas del tebeo Pepe Gotera y Otilio, chapuzas a domicilio.

Pero los descacharrantes gags que se sucedían en desaforado crescendo a través de las memorables viñetas de Ibáñez se han convertido, en las torpes manos de sus sosias de carne y hueso, en grotescas y a veces patéticas pantomimas. El espectador se ríe más de ellos que con ellos, de sus patochadas más que de sus ocurrencias.

El genio verbal que cabría suponérseles a estos paletas castizos y desharrapados naufraga entre estacazo y tentetieso, entre simpleza y simpleza, mientras ellos acumulan ofensa tras ofensa sobre el prestigio profesional del sufrido gremio. Elogio de la chapuza y menosprecio del intelecto, la serie recorre todos los lugares comunes de la comedia más apolillada y trata de explotar la sencilla comicidad del cine mudo, los, viejos golpes del regador regado y del tartazo en la cara, en este caso con cañerías que se desbordan y botes de pintura que aterrizan en la cabeza del primero que pasa, caídas de andamio y salidas de pata de banco.

Nada que ver con la realidad y muy poco con los personajes de ficción que en los sainetes de Carlos Arniches, o en los chispeantes diálogos de las mejores zarzuelas del género chico, representaban a los menestrales madrileños hablando con mucha facundia y prosopopeya acerca de todo lo divino y lo humano.

En los años sesenta, el gran actor Tony Leblanc incorporaba en la televisión al último de la estirpe, El Eulalio, arquetipo del albañil con dotes oratorias capaz de aportar inéditas y personalísimas soluciones a todos los males del mundo.

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