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Su juego favorito

Jugar a la bolsa es la única forma de ludopatía bien vista socialmente, el único juego al que se pueden entregar sin desdoro las personas decentes. Arruinarse especulando sobre el parqué es mucho más honorable que hacerlo sobre el tapete.Los títulos y las acciones tienen mejor prensa que los cartones de bingo y los naipes de la baraja, incluso cuentan con secciones especializadas en los diarios donde se lleva a cabo un seguimiento exhaustivo y detallado de sus cotizaciones y sus vaivenes.

Del edificio de la Bolsa de Madrid emana un aura de poder y respeto. Su noble y severa fachada, que se eleva sobre una escalinata, advierte a los profanos de que se trata de un templo y no de un garito, aunque en ambos establecimientos se rinda culto a las mismas deidades del azar y la fortuna.

Pero esta impresión de seriedad se desvanece al asistir a una de sus tumultuosas sesiones, al contemplar la radical transformación que se produce en los rostros y las actitudes de sus acólitos cuando empieza su juego favorito. Discretos y encorbatados caballeros de aspecto apacible mutan entonces en espantosas y vociferantes bestias; poseídos por el espíritu bursátil, se agitan como derviches frenéticos, desorbitados los ojos y los cuellos tensos, las gargantas enronquecidas y las manos como garfios.

Nada que ver, por ejemplo, con los silenciosos y casi ascéticos rituales de los casinos, construidos con gestos precisos, elegantes y sobrios. Aquí la procesión va por dentro, los fieles musitan sus mudas plegarias concentrados en el mandala de la ruleta o en los símbolos de los naipes, manipulados por impecables oficiantes vestidos de gala.

El contraste roza la paradoja.

En el casino, reino de la frivolidad y la disipación, se respira una atmósfera de iglesia, y en el severo templo de las finanzas reina la más histriónica de las algarabías, un ambiente, por seguir con el símil eclesiástico, propio de las celebraciones de esas iglesias carismáticas dadas al exorcismo colectivo y al frenesí evangélico.

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En la Bolsa no hay jugadores, sino corredores de fóndos; ni tahúres sino brokers; las trampas son opas, y los crupieres reciben el nombre de síndicos. En el templo de los mercaderes se practican las milenarias mañas del chalaneo, dignificadas por la sanción del Estado para justificación y medro de ludópatas inconfesos.

La Bolsa de Madrid, la primera de España, abierta en 1831, rebosa satisfacción por todos sus índices, es el indicativo más visible del Estado del todo va bien que ha sustituido al tan vapuleado Estado del bienestar.

Por eso, algunos de los damnificados por la mudanza del Estado, organizados en una asociación de parados, eligieron hace unos días el edificio de la Bolsa madrileña para manifestarse y expresar sus reivindicaciones, para aguar la fiesta con unas gotas de amarga realidad y poner coto a tan desenfrenado optimismo.

Pero lo que fue planeado como un asedio pacífico y dialogante terminó como el rosario de la aurora; interrumpidos en sus espasmódicos rezos, los guardianes del templo defendieron su bastión, cada centímetro de parqué, ante los intrusos, haciendo oídos sordos a su escueto comunicado que una de las manifestantes resumía así: "A España no le va tan bien como les va a ustedes".

Aquello fue como mentarles a la madre; tocados en su fibra patriótica, algunos bolsistas reaccionaron con ardor guerrero. Sólo dos mujeres de la manifestación lograron introducirse en la sancta sactorum bursátil y pronto se vieron rodeadas por los defensores del templo, que las vituperaron con los denuestos de rigor: "putas" y "zorras". El más dialogante del bando enemigo se encaró con una de ellas: "Si no trabajas es porque no quieres, porque te puedes poner a fregar".

Otro colega, más expeditivo, sacó de alguna parte una estaca (quizá la llevaba en el maletín) y la emprendió a palos con las paradas insumisas, para defender el buen nombre de tan benemérita institución y poder continuar con su noble labor especulativa.

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