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Tribuna:
Tribuna
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Lo nuevo casi nunca es nuevo

Me sonaban esas campanudas denuncias contra la corrupción pasada, presente y futura, o esas diatribas incendiarias contra el abuso de todo poder; recordaba parecidas indignaciones y actitudes escandalizadas frente a los chanchullos entre la política y los negocios, los privilegios y los monopolios; había oído más veces otras sofiamas contra las componendas entre los partidos o los pactos de silencio. Pero no podía hacer clara memoria. Era todo tan rotundo, avasallador, tonitronante, que parecía nuevo. Sonaba y no sonaba al mismo tiempo.Algunos de los recursos y quienes de ellos se valían eran, desde luego, muy viejos. Por ejemplo, los libelos, las campañas histéricas de prensa, la permanente discordia civil, el encizañamiento colectivo sin tregua ni descanso, tenían evidentísimos paralelos históricos. Pero, aun, aquí, era preciso ser prudente, porque había alguna novedad; por ejemplo, la de difuminar la distinción entre prensa seria y prensa amarilla. Lo cual no sólo hacía más peligroso el envenenado producto qué vendía ésta, sino que minaba el crédito de aquélla. Bien claro se vio cuando, en lo más enconado del enfrentamiento, algunos lectores bienintencionados empezaron a repetir el gran argumento de la prensa amarilla: la pérdida de crédito de la seria cuando defendía sus intereses. Como si el hecho de que la prensa seria defendiera sus intereses no fuera defender los intereses de la prensa seria. Y, por tanto, algo bueno. Fue el último y más astuto intento de igualar libelo y propaganda con información y crítica.

Pero en otros casos las conclusiones no eran tan claras. Los discursos izquierdistas, la estricta y permanente vigilancia sobre la pureza de las instituciones democráticas y la integridad de la justicia, la denuncia sin cortapisas de la corrupción generalizada, la confluencia de magistrados de verbo arrebatador con políticos radicales, de comunicadores críticos con fiscales indomables, inducían a engaño. Eso sí parecía insólito o, por lo menos, importación de algo foráneo y nuevo, como las manipulite italianas, los "valores republicanos" franceses o la función watchdog de la opinión pública estadounidense, capaz de inhabilitar a un presidente felón y perjuro. Así que, cuando algunos oficiantes de ritos académicos empezaron a preguntarse, muy asustados, por la naturaleza de la corrupción en las democracias y a hacer cursos y seminarios sobre la ética, los partidos y el civismo que todos debemos practiar, parecía que el apocalíptico frente de la pureza hubiera ganado la batalla. Los demócratas estábamos avergonzados y cedíamos como Chamberlain y Daladier frente a Hitler al aceptar no que hubiera corrupción en la democracia, sino que había corrupción de la democracia.

Y no era verdad. Bastaba con esperar un poco, no caer en la provocación, no asustarse y responder al nuevo asalto con el valor cívico necesario, en lugar de esconderse a teorizar sobre él. Bastaba con tener confianza en la gente y en lo que entre todos habíamos hecho en los últimos años. Porque las instituciones iban a resistir, la justicia a resplandecer y, dicho en rornán paladino, cada palo tendría que aguantar su vela ante los tribunales, en el foro público, frente a la libre crítica de una colectividad que no solamente hace mucho que superó la dictadura sino que tampoco es una democracia "incipiente" o "inmadura", como argumentan quienes quieren volverla a una situación de tutela.

Porque toda aquella novedad no era nueva sino, al contrario, algo muy viejo disfrazado de nuevo. Era el viejo fascismo disimulado bajo la toga de la facundia republicana y la aparente crítica al antiguo fascismo militarizado, el de los uniformes y las antorchas. Éste era un fascismo civil. Pero fascismo en su contenido, en sus propuestas, en sus consignas, que es lo que importa. Y también en algunas de sus formas. Parece mentira que haya estado a punto de engañarnos.

Así, cuando un juez hoy en apuros, al presentar su último ataque a la convivencia democrática en forma de libro en uno de esos actos públicos agresivos de que gustan estas gentes, al estilo del del teatro de la Comedia, se felicitaba de que allí estuviera la "izquierda radical" confraternizando con los "verdaderos liberales" decía algo muy viejo. Ignoro quiénes sean esos "verdaderos liberales", aunque los intuyo entre los de la vieja guardia con la camisa nueva y me hago cruces; pero lo de la ''izquierda radical" es añagaza conocida. Todos los fascismos del mundo han dicho ser de izquierdas, incluso revolucionarios, adorar a los sindicatos y venerar a los trabajadores.

Y cuando un político comunista, naturalmente presente en el acto y oficiando de presentador del libro en el que había leído aquello tan brillante y oportuno de la "justicia del príncipe", insiste en que los poderes del Estado están enfeudados al poder -económico repite la cantinela falangista sobre la plutocracia y el oculto poder del dinero. No la crítica marxista al capital que ve en éste una relación social de dominación, sino la fascista que lo convierte en una conjura cuyo epifenómeno es la de los siete sabios de Sión.

Todo el clan arenga, cada uno en su estilo, contra la corrupción y la blandenguería de la democracia parlamentaria, igual que los teóricos de la cámara de los fascios y las corporaciones, el "Estado nuevo" y la "democracia orgánica" en quienes confluían las dos tradiciones antiparlamentarias europeas, la joseantoniana de que el destino de las urnas es ser rotas y la marxis ta y leninista del "cretinismo parlamentario", de la que estos defensores de la libertad son herederos. Unos de una, otros de otra y algunos de las dos.

¿Y qué decir del ingenioso hallazgo de la partidocracia? Todos de nuevo -excepto el político comunista que, en esto, no puede sumarse claramante al coro- señalan a los partidos políticos como causantes y beneficiarios máximos de una situación que es criticable y mejorable, pero no catastrófica salvo para estos apocalípticos que razonan como los ex ministros de Franco. Y como ellos también, pasan de la crítica a la partidocracia a la de la política y "los políticos". Claro. La política sólo trae quebraderos de cabezas, como muy bien sabía Franco, experto en quebrarlas y Adorno, experto en que se. la quebraran.

En el fondo, el neofáscismo disfrazado de ultrademocratismo tiene poco de neo y mucho del viejo fascismo. En cuanto a la forma, las cosas son aun más claras: el estilo agresivo, faltón, insultante, amenazador, es el de los fascistas de toda la vida. Las injurias contra los gobemantes, sobre todo los anteriores, pero también éstos, que son de los suyos, cuando no hacen lo que complace al frente provocador; los insultos a jueces y magistrados cuando no fallan según sus preferencias políticas ("pascualazo", "garzonazo", "presuntos delincuentes mamporreros"), las chocarrerías de mal gusto, las constantes vejaciones a las personas, articulan ese clima de temor y amedrentamiento en que los fascistas desarrollan sus actividades.

Y el recuerdo de viejos tiempos todavía se hace más acuciante cuando se observa que esta agresión sistemática de la "izquierda radical" y los "verdaderos liberales" a la convivencia democrática y pacífica de los ciuda danos y al respeto a las instituciones se hace desde algunos medios de comunicación; significativamente, la radio. Como Goebbels. Como Queipo de Llano.

Se ha dicho un par de veces, que muy poco es, en nuestro inmediato pasado: aquí ha habido miedo. El miedo destruye las relaciones sociales y envilece a los seres humanos. Que se lo pregunten a quienes llevan veinte años sufriendo el terrorismo etarra. A punto ha estado de sucedemos a todos, no ya, por el terrorismo etarra, sino por el abuso del neofascismo.

El miedo impone el silencio; en primer lugar sobre sí mismo. Donde hay miedo, nadie se atreve a declararlo, a hablar de él, nadie osa denunciarlo por temor a las represalias. Eso es lo que resulta tan difícil de desmontar y de lo que se aprovechan los que viven y medran a su sombra. Y tanto más cuanto que el silencio acobardado suele disfrazarse de prudencia y acusar a quien lo denuncia de temeridad o, incluso algo peor, de ser en el fondo igual a quien lo provoca, si bien ésta es una inmoralidad que pocos llegan a cometer; aunque algunos lo hacen. Es comprensible, si no justificable y mucho menos plausible. Sobre todo ahora, que ya están las cosas meridianamente claras y, por lo tanto, es preciso llamarlas por su nombre.

Porque si una democracia, permítaseme el escarceo, es una comunidad moral, como tanta gente se harta de decir, el problema no lo planteamos quienes, mediando un prudente silencio o un no menos prudente escepticismo, sobreviviremos en (y dentro de) la ignominia. El problema es el que nos plantean aquellos que han servido de chivos expiatorios, los judíos de turno, los que se han visto vilipendiados, difamados, perseguidos, encarcelados, sacrificados en pro de la buena conciencia que no quiere problemas.

Si verse injustamente perseguido enseña algo, ¿no será que hemos de hablar cuando el injustamente perseguido sea otro?

Ramón Cotarelo es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid

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