Alaridos
En cierta ocasión me encontraba en el monte de los Olivos y era el atardecer de un viernes cualquiera. En Jerusalén el minarete de la mezquita de Omar sonaba sobre la compacta extensión de fieles postrados en la explanada y este rumor de plegarias musulmanas se confundía con el sonido de los rezos judíos frente al muro de las Lamentaciones con que se iniciaba el Sabbat. Al mismo tiempo se producía un volteo general de campanas en todos los templos cristianos y mientras crecía esta algarabía espiritual el sol se posaba sobre la muralla ensangrentando todas las cúpulas. Alarido es el grito de invocación que se dirige a Alá. Aunque el nombre de Dios sea distinto en cada religión la naturaleza de ese grito siempre es la misma. Ante la Puerta Dorada, que un día se abrirá para que penetren por ella en Jerusalén los muertos levantados de sus tumbas, esos alaridos se han aglomerado durante dos mil años formando un nudo. Pero de pronto por todo el valle de Josefat aquella tarde comenzaron a resonar unas plegarias modernas que no salían de los minaretes, de los templos ni de las sinagogas, sino del fondo de las ambulancias y de los coches de la policía. Acababa de ocurrir un atentado con muchos cadáveres de por medio y las sirenas estaban pululando de forma desesperada. Sus alaridos se unieron a las voces del muecín, a las oraciones del Muro y a las campanadas del Santo Sepulcro. La locura mística de nuevo había hecho masa con el terror y no importa a quién pertenecía la sangre esta vez. En Jerusalén la sangre es muy profunda, pero llegó un momento en que el clamor de las sirenas se impuso a cualquier otra oración siendo en el fondo la misma. Tanto en el aplastamiento de peregrinos en La Meca como en las estampidas de la ciudad moderna, las nuevas plegarias se producen en medio del asfalto sin necesidad de un templo que las cobije. Al atardecer de cada sábado suenan las ambulancias y los furgones de la policía: son los minaretes que nuestra civilización ha levantado sólo con su propio lamento.
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