¡Viajeros, al tren!
En tiempos más sosos, aburridos y felices, considerábanse afortunados los pueblos y ciudades por los que pasaba el tren, lanzadera que enhebra lugares, trae forasteros, se lleva ilusiones, propósitos, ambiciones y hasta vergüenzas. Nunca estuvo la estación alejada del centro urbano y por sus andenes pasearon las solteras que suspiraban por dejar de serlo. El ferrocarril llena el siglo XIX y casi todo el nuestro; era el enlace con el mundo exterior y parte de este que se va y entraba en la oferta de casi todos los políticos, con el puente, la carretera, la escuela y el dispensario. Un político gallego -creo que don Gabino Bugallal- se hizo su apeadero en Puenteareas, dónde paraba el trencito según su conveniencia. La calle de la Estación figura en el callejero de todos los sitios donde hubo ferrocarril; Madrid le dedica una avenida, un paseo y un barrio, cuyos respectivos habitantes quizá se pregunten hoy por qué.El más alto prestigio lo disfruta ahora la de Atocha, bajo la provocativa estructura que alzó el señor Eiffel; se ocupa del Sur y del Levante, alberga el raudo y silencioso AVE y ha preservado los viejos muelles, reemplazando el vapor, el humo y la carbonilla por un jardín espeso, el mejor logrado de los espacios interiores de la capital. Fuera de servicio la de las Delicias, se encogió la antigua del Norte, vecina de la Casa de Campo, mudada a Chamartín, que es bastante desangelada, dicho sea sin ánimo de molestar.
La Renfe parece inclinada a revitalizar publicitariamente el viaje por las vías férreas, pero descorazona al viajero la gran demora en cualquier trayecto, salvo el meteoro que lleva a Sevilla en menos de tres horas, velocidades que alcanza con facilidad cualquier Talgo. La media es muy pobre, al parecer por el insalvable inconveniente de las vías únicas, escollo que neutraliza los demás esfuerzos. El acarreo de mercancías tiempo ha que fue arrebatado por el camión, perdiendo una buena oportunidad de modernización y primacía durante la crisis del petróleo. Personalmente, he apreciado este medio de transporte, y hacerlo de día, condición aneja a la condición de vivir en el centro de la Península, pero, con pena, veo desvanecerse algunos de los más bellos signos externos consustanciales con esa forma de irse y de volver. En no lejanos tiempos, un necio propósito pretendió poner trabas a las más simples efusiones y los novios y amantes de entonces se besaban y abrazaban junto a vagones a los que no iban a subir. Hoy se hace sobre el maletero de un coche aparcado, incluso, simplemente, guardando el equilibrio.
Se acabó el tráfago de los mozos de cuerda, y tengo la impresión de que ha perdido parte de su merecido prestigio el señor jefe de la estación y su decisorio pito. Tampoco afloja la marcha el convoy, cuando pasa por el apeadero, para lanzar la saca de la correspondencia en el sitio preciso, imagino que porque no haya quien la recoja a deshora. La antigua magia del coche cama también se ha desvanecido, y lo que escuchamos del único encargado de los tres vagones de este tipo es que andemos ojo avizor con los ladrones.
Ya no he vuelto a ver, en aquellas coquetonas estaciones adornadas de macetas floridas, a las apacibles gentes del atardecer, saludando con la mano a los desconocidos que nunca pisarían la localidad. Las de Madrid quedan reducidas al punto donde se va a tomar el tren, despedir a alguien o recibirle, bajo la nerviosa impaciencia de los retrasos, casi el único vestigio de otros tiempos. Se deshacen, en las vías muertas y de puro viejos, los mercancías, aguardan el exterminio los containers y dudo que circulen trenes militares. Me gustó siempre el ferrocarril, sin nostalgia de aquellos trayectos de doce o catorce horas hasta La Coruña o la frontera de Gerona. Pasaron las ocasiones de una proyectada excursión en el Orient Express, pues no llegaba a Estambul y hubieron de sustituir las toallas bordadas, los ceniceros y los cubiertos de. plata del restaurante, porque se lo llevaban todo los pasajeros. Sin el rechuflar de la locomotora al entrar en agujas y el braceo jadeante de los pistones, la estación no es lo que fue antaño. Y no se escucha en parte alguna el animoso anuncio: "¡Señores viajeros, al tren!".
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