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Reportaje:PLAZA MENOR: LOS SÓTANOS

Breve viaje por el túnel del tiempo

En 1949, la magna obra de la Gran Vía, condenada a llamarse avenida de José Antonio para purgar sus pecados republicanos, se remataba en su último tramo con el impresionante broche de hormigón de un edificio de colosal amplitud en superficie que, sin embargo, recibiría como nombre de bautismo el de sus galerías subterráneas, pronto famosas por un centro comercial y recreativo pionero de todas las modernidades de la urbe. El edificio de Los Sótanos (con ese nombre figura en las guías) es, según un texto de arquitectura, la obra más importante y significativa construida en Madrid en los cuarenta. En realidad, se trata de un conjunto de edificios que conforman un bloque sólido, un macizo y contundente ejemplo del estilo de los hermanos Otamendi, dos arquitectos mimados por un régimen que reclamaba con urgencia todo tipo de obras emblemáticas que reconstruyeran su imagen y dieran un barniz de modernidad, en este caso a una avenida edificada para ser escaparate de la capital del nuevo imperio que se acercaba a Dios levantando rascacielos. Como en el edificio España, de la plaza del mismo nombre, que también es obra suya, los hermanos Otamendi hacen aquí lo que pueden por combinar la modernidad de Manhattan con la iconografía de las viejas fortalezas castellanas, tan querida a los vencedores y patrocinadores, y el resultado es un híbrido imponente de gran hotel, ministerio, cuartel y centro comercial y recreativo.Pero los paseantes de la Gran Vía no miran a lo alto y se dejan caer en la tentación de las galerías subterráneas que causan sensación en el Madrid de los cincuenta. Morbosa fascinación si se tiene en cuenta que, unos años antes este mismo pueblo de Madrid se apiñaba en los refugios antiaéreos del subsuelo, pero quizá aquí se sienten más seguros, aunque la oferta comercial de las tiendas que dan forma a las calles de este zoco enterrado esté dedicado a los turistas. Escaparates de dorados, damasquinados y refulgentes souvenirs alegran las galerías casi claustrofóbicas.

Reflejos, ecos, fantasmas sepultados con el cierre y desmantelamiento, del centro tras una larga agonía, cuyos primeros síntomas se detectaron en los años sesenta. Los Sótanos sucumbieron víctima de la maldición de la modernidad; todo lo moderno está condenado a pasarse de moda porque su propia condición le impide evolucionar sin dejar de existir.

Cuando el inconsistente sector del souvenir típico y de la bisutería autóctona languideció, los locales de Los Sótanos perseveraron en su vocación por lo superfluo y en el culto sin ambages al mal gusto más refinado de las tiendas de artículos de broma y los comercios de disfraces infantiles o en juguetes que se iban cubriendo de polvo en las vitrinas débilmente iluminadas, como si cualquier gasto se les hubiera revelado inútil a sus propietarios y dependientes para frenar la decadencia del negocio.

De su larga agonía, recuerdo cerúleos y patéticos maniquíes infantiles cubiertos de raídos disfraces, príncipes mendigos y cenicientas devueltas a su primigenia condición, condenadas a ver cómo sus trajes de gala se tornaban nuevamente harapos, poco a poco, en su jaula de cristal. Sobrevivieron casi hasta el final discretísimo sabinetes donde se pesaba oro, minúsculos negocios de bordados artesanales y desvalidas tiendas de confección. En los tiempos difíciles, Emilio Cañil, dueño de una empresa de venta de discos por correo, nacida y crecida en el underground de Los Sótanos, intentó infructuosamente revivir el desahuciado entorno, darle nuevos aires a un espacio que en sus pocos anos de existencia se había creado un hueco en el paisaje sentimental de muchos. Hoy, cuando el hueco es irremediable y definitivo , sólo queda un breve atisbo de lo que fue aquel pequeño mundo desaparecido, el salón de juegos electrónicos y automáticos que ocupa la entrada principal de la Gran Vía, heredero del primer salón de este género instalado en Madrid, y que fue durante muchos años el principal imán de Los Sótanos para los niños de la urbe y para sus padres. Como reclamo propagandístico de gran impacto, un hombre robot embutido en una deslumbrante armadura de hojalata recorría la acera frente al establecimiento con pausadas y mecánicas zancadas. Más de un niño de entonces soñó con ser robot de mayor y desfilar en triunfo por la Gran Vía en loor de multitudes. El único que tuvo esa suerte fue José Luis Ozores, un actor con alma de niño, al que Tony Leblanc siempre intentaba embaucar. En la película El Tigre de Chamberi, José Luis Ozores incorporaba meritoriamente al hombre robot de Los Sótanos en una breve escena. Muchos niños de aquellos años vivirían su primer contacto con la electrónica y las nuevas tecnologías a través de aquellos primitivos tragaperras del salón de Los Sótanos, en los que se podía disparar virtualmente contra cualquier cosa en movimiento y con todo tipo de armas. La atracción más popular era la caza del oso con escopeta, didáctico pasatiempo consistente en meterle hasta 20 tiros en el cuerpo a un plantígrado tan idiota como para pasar otras tantas veces frente al punto de mira del cazador.

Pura arqueología, parque recreativo del jurásico en un campo de vertiginosos avances. Hoy no hay osos que abatir en los modernos simuladores de Los Sótanos para no dar mal ejemplo ecológico, la mayor parte de las víctimas son anónimos androides cada vez más humanos, y los juegos de mayor éxito, los de conducción arriesgada con atropellos, fugas, colisiones e infracciones a mansalva, pero el juego continúa en la entreplanta de Los Sótanos y en el bingo del hotel Emperador, que adquirió parte de las galerías clausuradas. En el sombrío pasaje que da acceso al edificio por San Bernardo, un restaurante chino ofrece un menú muy económico frente a dos tiendas de discos, a las que les sientan bien las sombras de este lugar de espectros de ayer mismo.

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