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Democracia socialista

Los socialistas sólo cuentan en España con una experiencia de llegada en solitario al poder. Fue en 1982, en condiciones harto singulares e irrepetibles. Por su izquierda, el PCE se hallaba sumido en el mayor de los desconciertos mientras que, a su derecha, UCD se derrumbaba y Alianza Popular pugnaba por llevarse un trozo de la tarta centrista. Mientras esto ocurría a sus adversarios, el PSOE reforzaba su unidad y disciplina en torno a un líder que había conseguido transmitir al público la expectativa de un cambio sin sobresaltos. Los contenidos específicos del programa socialista, lo que fueran a hacer con la economía, la salud, las autonomías o las Fuerzas Armadas importaba entonces mucho menos que esa expectativa de renovación sin aventuras de la vida política.Luego, el PSOE fue sobre todo experto en renovar el mandato para mantenerse en el poder. Estabilizada la democracia, alejado el peligro involucionista, incorporada España a Europa, reforzado el Estado de bienestar -cuatro logros ciertamente históricos de los primeros gobiernos presididos por Felipe González-, los socialistas se limitaron a repetir en las siguientes confrontaciones electorales la fórmula que les llevó por vez primera al Gobierno: disciplina y liderazgo; un partido, un líder. El eficaz instrumento para asentar un Estado que acababa de atravesar periodos turbulentos se convirtió en permanente receta de ganar elecciones: con asegurar la imagen del partido unido y con seguir el dictado de González, el éxito estaba garantizado.

Y lo habría estado de forma indefinida si doblado el cabo de los años ochenta no hubiera estallado la ristra de escándalos que salpica todavía hoy la vida política. No es cuestión de repetirlos una vez más, pero sí de constatar un hecho: la brillante fórmula de llegar en solitario al Gobierno y mantenerse en él encerraba, como los personajes del cine negro americano, su lado oscuro. Los escándalos no fueron cosa de cuatro golfos ni de cinco sinvergüenzas. Fueron por el contrario el efecto predecible de una fórmula que, si estabilizó el Gobierno y reforzó el Estado, ahogó la vida política. No sólo no la renovó ni la cambió, sino que la asfixió y la corrompió al reproducir en todos los campos en que la sociedad se imbrica con el Estado la misma receta que había servido para regir las relaciones del partido con el Gobierno.

De ahí surgieron los demás problemas. El largo periodo socialista dejó un Estado fortalecido pero una política deteriorada al menos en dos aspectos fundamentales: la exclusión de cualquier atisbo de democracia en la organización interna de los partidos, si por tal se entiende la posibilidad real de competir por su dirección; y -con la ayuda de la ley electoral- el repliegue sobre sí misma de una clase política que debe más al favor de la dirección que al voto ciudadano el puesto en la candidatura. En esa clase política que se considera menos representante de la ciudadanía que mandataria del partido y que percibe la sociedad como territorio de caza es donde surgieron las patologías desarrolladas bajo los gobiernos socialistas y multiplicadas desde la llegada de los populares, que a este respecto resultaron ser discípulos aventajados.

Democratizar la vida de su partido y romper el cerco que aísla y protege a los políticos de la sociedad, más que elaborar un precioso diseño de país o un llusionante proyecto de futuro, es el difícil trabajo que los socialistas tienen por delante. Las elecciones primarias se anuncian como un paso en esa dirección, pero si ese paso se diera con tanta cautela que al final todo quedase en candidatos únicos obligados a solicitar el refrendo de las bases, asistiremos a una perversión más refinada del procedimiento democrático. De que ese paso, si finalmente se da, se dé sin trucos, va a depender que los socialistas inicien con buen pie la esforzada tarea de recuperar el crédito dilapidado no tanto por un mal Gobierno como por una decepcionante política.

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