Una obra de romanos
Los bosques de pino piñonero de Valdemaqueda guardan en secreto este viejo paso sobre el río Cofio
Obra de romanos es, según la Real Academia, "cualquier cosa que cuesta mucho trabajo y tiempo, o que es grande, perfecta y acabada en su línea". Hoy sabemos que se trata de una expresión figurada, pero antaño el vulgo no hilaba tan fino y, cuando oía decir: "¡Esto es obra de romanos!", lo creía a pie juntillas. Así pasa que España está llena de vías y puentes romanos como los del valle de la Fuenfría, que en realidad fueron construidos en el siglo XVIII, o como la calzada de las Machotas, cuya edad se desconoce, aunque todo parece mdicar que fue pavimentada para acarrear piedra desde las canteras de Zarzalejo hasta El Escorial, otra obra proverbial.
Es lo que Jean Mesqui denomina el mito del puente romano, "un mito cuidadosamente mantenido por los arqueólogos del siglo XIX: les bastaba exhibir un pilote de madera o un azuche metálico para revelar la existencia de un puente romano" (Lepont en France avant le temps des ingénieurs). O sea, que no sólo España, sino todos los pueblos que pertenecieron al imperio, desde Finisterre hasta el Kurdistán, están contaminados de falsa romanidad por culpa de cuatro Indiana Jones. No se tache, pues, de zotes y boquimuelles a los vecinos de Valdemaqueda por llamar Puente Romano a la vieja Puente Mocha, que por las trazas es del siglo XV.
Cinco ojos
El puente en cuestión se halla a una hora de camino de Valdemaqueda; camino que el excursionista emprende tirando por la pista de tierra que surge a la izquierda nada más sobrepasar el cámping que hay a la entrada del pueblo, para, una vez rebasados los últimos chalés, descender por la falda occidental del cerro de San Pedro al encuentro del arroyo de las Chaparras. Aguas abajo, por el pinar, arroyo, pista y excursionista van a dar en el río Cofio a la altura de la Puente Mocha, Puente Romano o Puente de los Cinco Ojos.
Porque cinco ojos, en efecto, tiene esta hermosa fábrica medieval de mampostería desconcertada, con rasante en lomo de asno, tajamares aguas arriba en las dos pilas centrales, pretil desvencijado y tablero enlanchado de 40 metros de largo sobre el que un pino retorcido proyecta su sombra desde la orilla septentrional. Un pino, éste, de la estirpe de los pinos piñoneros, de los de copa en parasol; de esos pinos que tan amados eran por los jardineros de la antigua Roma y que aún hoy adornan con profusión la ciudad eterna, y que también aquí, en las praderas que rodean el puente, lucen grandes, perfectos y acabados en su línea, como obra de romanos.
Dicen que el camino que pasa sobre el puente llevaba en tiempos hacia tierras de Toledo. ¿Será quizá alguna olvidada vereda de la Cañada Real Leonesa? Hogaño, empero, las carreteras le han privado de toda utilidad y, además, se interrumpe en la margen contraria al topar con la linde de una vieja finca de los duques de Medina-Sidonia, la dehesa de Villaescusa, convertida en coto de caza.
Así que al excursionista no le queda otro remedio que volver sobre sus pasos desde el puente y, por variar, tomar por el primer desvío a la derecha, siguiendo un camino que pasa al rato junto a una majada de cabras y se empina bruscamente por la ladera oriental del cerro de San Pedro para ir a salir a la trasera del cámping.
Oteando desde el cerro el mar de pinos que se extiende por el valle del Cofio hasta el Alberche y las primeras alturas de Gredos, el excursionista piensa y repiensa en lo que Courier escribió en 1819: "Los monumentos se conservan donde los hombres han perecido, en Balbek, en Palmira y bajo la ceniza del Vesubio; pero en otras partes la industria, que lo renueva todo, les hace una guerra continua".
La Puente Mocha, dejada de la mano de los hombres y sus industrias —aquí no hubo nunca otra que la de la Unión Resinera Española, pero incluso ésa dejó de explotar estos montes hace más de veinte años—, permanece intacta en el lejano oeste de Madrid, secreta, bella y en paz. No es romana, pero su serenidad es clásica;
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