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Tribuna
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Año Nuevo

Si algunos no hubiéramos vivido tantos años, éste sería un año más. A partir de un momento, sin embargo, viene a ser como un año menos. Los seres vivos y adultos nos hemos acostumbrado tanto a pensar en términos de estadísticas que no paramos de hacer cálculos sobre el probable lote de existencia que nos queda. En el espacio de la juventud la vida era interminable. Bastaba echar una ojeada hacia el futuro para observar las legiones de extraños y conocidos que se encontraban todavía de pie con treinta, cuarenta o cincuenta años por encima. Desde esa posición, el tiempo era casi inmensurable y, en consecuencia, no se prestaba a ninguna medición. Llega una edad, sin embargo, en que el pasado empieza a abultar más que la oficial promesa del porvenir, y el futuro, año tras año, se revela progresivamente como un resto. "Tengo que darme prisa", me decía un pintor, "porque ya no me queda mucho para hacer mi obra". Este apremio, sin embargo, demuestra un patetismo tan ridículo como banal. Puesto que nadie sabe el tiempo que la vida le reserva, es equivocado contar con reserva alguna. Más bien, lo único cierto es que todavía no estamos muertos. ¿Mañana? ¿En 1999? ¿Dentro de diez años? El pavor de ver achicarse el resto por consumir se deshace .pronto al considerar que nada más allá de este momento está garantizado y, consecuentemente, cada segundo constituye un obsequio en sí. Esto, claro está, en el supuesto de que a uno le interese la vida. Pero interesando, el hecho de vivir proviene directamente de la ajenidad. De la misma manera que nacer fue invención de otros, la muerte no es siquiera de sentido común. Nacemos por un azar y morimos envueltos en él. ¿Para qué, por tanto, azorarse? ¿Para qué contar? Cada instante, cada año nuevo, es una cortesía de la arbitrariedad.

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