Tribunal o reliquia
POCAS INSTITUCIONES tienen encomendada una tarea tan importante para el control de los poderes públicos como el Tribunal de Cuentas. En un sistema democrático, la fiscalización de los gastos e ingresos del Gobierno y de la Administración democrática es la mejor demostración de que el poder que los ciudadanos confieren a los gobernantes está sujeto a unas reglas de conducta y medida.El Tribunal de Cuentas cumpliría el papel de garantizar ese control y, al mismo tiempo, el de mantener ante la opinión pública la transparencia de las operaciones financieras de los servicios públicos. En 1997, los informes del tribunal sobre los desfases presupuestarios del Gobierno en 1995 o el examen de las cuentas de la Exposición Universal de Sevilla en 1992, por poner dos ejemplos, han causado un gran revuelo político. Y alimentan la controversia sobre el peligro de que un examen teóricamente imparcial de operaciones financieras públicas pueda ser manipulado desde otras instancias con fines políticos.
Sin entrar en esa polémica partidista, legítima pero de muy poco alcance, sí cabe preguntarse si la estructura, los medios y los métodos de actuación del tribunal están en consonancia con las elevadas exigencias que su papel de fiscalizador de las cuentas públicas le impone. Como auditor del sector público, no basta con que actúe según criterios contables estrictos o con una ortodoxia presupuestaria rigurosa. Supuestas tales virtudes, habría que exigir además que los informes del Tribunal de Cuentas se elaboraran con rapidez, de forma que sean útiles para la adopción de decisiones políticas o judiciales fundamentadas en sus conclusiones.
Frente al dinamismo que cabría exigir a un fiscalizador público, el actual Tribunal de Cuentas muestra la imagen de una institución rancia, de procedimientos anquilosados, probablemente desasistida en lo que a medios personales y técnicos se refiere. Los sistemas de decisión y aprobación que todavía utiliza el tribunal se aproximan más a la complejidad litúrgica de un tribunal medieval -aprobación en plenos, incorporación de alegaciones, informes avaluados por el fiscal y el abogado del Estado- que a una sociedad moderna de auditoría. No es de extrañar que sus veredictos, elaborados además con técnicas de escasa especialización, se produzcan muchos años después de los acontecimientos que pretenden describir y analizar.
Presenta además el Tribunal de Cuentas un lastre añadido, y es el criterio de proporcionalidad política con que son elegidos los consejeros. Las instituciones de fiscalización o regulación fundamentan siempre su credibilidad y su utilidad para los ciudadanos precisamente en su independencia; y ésta deriva casi siempre de la inamovilidad de los puestos decisivos. Esta condición fundamental no se cumple si la composición de los órganos de gobierno del tribunal quedan a expensas del resultado electoral y contribuye a la depreciación ante la opinión pública de la imagen de fiscalizador independiente.
No todas las deficiencias son atribuibles al obsoleto funcionamiento del tribunal o a los vaivenes políticos que inevitablemente se producen cuando un nuevo Gobierno pretende asumir su control. También hay que lamentar la falta de respeto de las empresas públicas y de las instituciones del Estado que retrasan injustificadamente o simplemente no le entregan sus cuentas. Y, desde luego, también hay que lamentar las limitaciones legales que, por ejemplo, obstaculizan la fiscalización de las empresas públicas con menos del 50% de titularidad estatal, aunque el control del Estado sea efectivo.
El Gobierno y la sociedad deben reflexionar a fondo sobre la incongruencia que existe entre las graves y decisivas atribuciones del Tribunal de Cuentas en el equilibrio democrático y la profunda inadecuación tanto en organización y métodos como en inútiles servidumbres políticas que empañan su profesionalidad e independencia. Esta reflexión debe incorporar, además, como tarea urgente la incorporación de profesionales de auditoría independientes y especializados al equipo de analistas del tribunal y la supresión de procedimientos de decisión que tienen más que ver con rituales añejos que con un análisis dinámico y adecuado a las circunstancias de cada operación pública. Si esta transformación no se acepta como inexcusable y urgente, el Tribunal de Cuentas corre el riesgo de convertirse en una reliquia.
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