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Tribuna:EL ESTATUTO DE LA FUNCIÓN PÚBLICA
Tribuna
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El 'sistema del botín'

La tumultuaria llegada del general Andrew Jackson a la Casa Blanca en 1829, elegido por el Partido Demócrata, marcó el inicio de lo que se conoce con el nombre de spoils system. Arropado por una multitud de seguidores de todas las clases y condiciones, que se agrupaban al grito de "el botín pertenece a los vencedores", el nuevo presidente aceleró el desmantelamiento de la originaria burocracia federal, reclutada esencialmente entre las familias acomodadas del Norte, para repartir los empleos públicos entre los leales.La rotación de empleos después de cada elección, elevada a sistema, encontró incluso justificaciones teóricas. Sobre todo, en una cierta filosofía igualitarista que considera capaz a cualquier ciudadano, sin mayores requisitos ni comprobaciones de aptitud, para ejercer las funciones públicas. También, en la necesidad de impedir que los funcionarios llegaran a considerar sus cargos como una propiedad y en la presunción de que, siendo designados por un presidente elegido, los empleados públicos serían más sensibles a las demandas mayoritarias de la población.

La realidad desmintió esas especulaciones. En poco tiempo, la calidad del servicio público se redujo y -lo que es más significativo- la Administración se corrompió por entero, ajena a cualquier sentido de imparcialidad. Época de grandes negocios necesitados del apoyo o la intervención pública -la expansión hacia el Oeste, el desarrollo de los ferrocarriles, el creciente movimiento aduanero...-, las décadas anteriores y posteriores a la guerra de Secesión se recuerdan también en Estados Unidos como un periodo de corrupción política y administrativa sin precedentes.

La reiteración de los escándalos y la desconfianza hacia los funcionarios convirtió poco a poco en un clamor social la propuesta de reformar el sistema. Ayudaba a este propósito la reforma del civil service británico en 1860, cuando, por reacción frente a la incompetencia administrativa y militar a la que se atribuían los desastres de la guerra de Crimea, se decidió seleccionar a los funcionarios mediante rigurosos procedimientos basados en criterios de mérito y capacidad. Pero la maquinaria del Partido Republicano, el gran beneficiario del "sistema del botín" después de la guerra civil, impedía cualquier cambio significativo.

Un hecho luctuoso -como tantas veces ocurre- acabó siendo decisivo. Cuatro meses después de una investidura, el presidente James A. Garfield fue asesinado a tiros por uno de los leales del Partido Republicano, enojado porque no se le había concedido el cargo al que aspiraba. Dos años más tarde, en 1883, se aprobó la ley federal que establecía el "sistema de mérito", es decir la selección de los empleados públicos mediante pruebas objetivas en convocatoria pública. No sólo eso. En garantía del sistema y siguiendo el ejemplo británico, se creó un organismo independiente, la Civil Service Commission, compuesta de expertos imparciales y responsables y libre de toda influencia partidista o corporativa, a la que se encomendó la organización y supervisión de los procesos selectivos, nombrando los tribunales e investigando las eventuales irregularidades.

Paulatinamente, el "sistema de mérito" se fue extendiendo a un mayor número de empleos públicos y fue adoptado por los Estados de la Unión y las municipalidades, muchas de las cuales cuentan hoy en día con su propia Civil Service Commission. Al decir de los historiadores, esas reformas y garantías dotaron a la Administración norteamericana de los funcionarios expertos y honrados que el país necesitaba para su consolidación como potencia mundial en el siglo XX.

En contraste con esta historia, nuestro país, como otros europeos, no cuestionó la supremacía del "sistema de mérito" en el plano de las ideas y de los principios jurídicos. De hecho, desde 1837, los sucesivos textos constitucionales vienen proclamando la posibilidad de que cualquier ciudadano acceda a los empleos públicos según su mérito y capacidad, en condiciones de igualdad. Pero la realidad siempre se ha resistido a conformarse a esas enfáticas proclamaciones.

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Así, durante el siglo pasado, cuando las leyes no garantizaban la inamovilidad de los funcionarios, se desarrolló esa versión castiza del spoils system que conocemos con el nombre de cesantías y que llegó a su apogeo bajo el régimen caciquil de la Restauración. Cada turno de Gobierno significaba la destitución masiva de empleados públicos y la no menos numerosa designación de adeptos del partido gobernante. Bajo el Estado de derecho se vino a crear, como decía Silvela, un "Estado de hecho", que constituía su negación. Sólo en 1918, en plena crisis del sistema implantado por Cánovas, el Gobierno de Maura impulsó la ley que otorgaba a todos los funcionarios la ansiada estabilidad en el empleo y generalizó la selección mediante oposiciones.

Sin embargo, este paso adelante no fue suficiente. A falta de las necesarias garantías, ha sido fácil muchas veces burlar el espíritu de la ley. Sea por clientelismo político, por endogamia corporativa o por la recomendación de algún personaje influyente, lo cierto es que la propensión de favorecer a los allegados en oposiciones y concursos conserva todo su vigor. De ahí, que exista una extendida desconfianza social basada en la sospecha de que los procesos selectivos se, falsean con frecuencia. Por otra parte, el acceso a la función pública tampoco garantiza una carrera basada en el mérito, pues, como hemos visto en los últimos meses, demasiados cargos en las administraciones y entidades públicas se cubren por libre designación de los responsables políticos, lo que los ceses repentinos y las sustituciones por puras razones de confianza política o lealtad personal. De esta manera, muchos buenos profesionales quedan relegados a puestos secundarios o a la práctica inactividad mientras otros menos capaces ocupan los puestos de mayor relieve.

Ni siquiera el impulso modernizador de la transición democrática fue capaz de poner remedio a este viejo problema. Y, 20 años después, sin una reforma en profundidad, vemos cómo se agrava de legislatura en legislatura, de Gobierno en Gobierno, en el conjunto de nuestras administraciones -en una más, en otras menos-, desmintiendo las promesas electorales y los lugares comunes de la propaganda política, ante la impotencia -cuando no la resignación- de los ciudadanos. "Sistema de mérito" en el texto de la ley, en la práctica el nuestro no deja de ceder a la tentación de perpetuar, subrepticiamente, el "sistema del botín".

Ahora, cuando parece que quiere acometerse una reforma general del estatuto de la función pública, se presenta otra ocasión de afrontar decididamente el asunto, estableciendo las garantías precisas de objetividad de los procesos de selección y carrera profesional que hace tiempo existen en otros países. Pero, por desgracia, los primeros borradores del nuevo estatuto que se conocen no pasan de reiterar los principios de siempre, sin mayores garantías de efectividad. Grave cuestión que a las puertas del siglo XIX subsista una "cultura política" que prima los intereses de partido y el poder de hacer favores sobre la igualdad de oportunidades, la calidad de los servicios públicos y la imparcialidad de la Administración.

Miguel Sánchez Morón es catedrático de Derecho Administrativo.

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