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Tribuna
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La asfixia

Cada vez que ETA comete un atentado la razón se colapsa. Y, de inmediato, la sinrazón, en forma de odio puro, es la respuesta superior. En esa esfera, súbitamente vacía, ya no hay lugar para esperar ni entender nada. Desde la ilusión por trabajar a la confianza en el porvenir quedan cancelados y la única energía es aquella que genera la venganza y la destrucción. Cada vez que ETA mata propaga un horror que cuestiona la fe en la condición humana: ¿es su acción la que corresponde simplemente a los degradados?, ¿es el efecto de una perversión, gestada, en un fanatismo ancestral?, ¿es una demencia que sólo la genética conoce?Después de treinta años de tiros en la cabeza, explosiones atroces y lenguajes que mutilan los cuerpos, esa banda y sus secuaces no han lo grado hacerse entender. Ni por los españoles ni por la mayoría de sus conciudadanos. Ni siquiera el blando y melifluo oído que insistentemente le prestan los dirigentes nacionalistas ha procurado una porción de diálogo que detenga la matanza y la extorsión.

Ante el ruido inhumano que crea ETA, el oído sólo percibe el horror. ¿Dialogar con ETA? ¿Indultar a sus asesinos? ¿Quién puede asegurar que ellos, a su vez, entiendan? ¿Cuántas pruebas hay a estas alturas de que el fragor de su carnicería les permita oír? Las medidas policiales, los acercamientos políticos, la leninidad judicial, los intentos de conchabeo se han ensayado de sobra. Queda, sin embargo, el poder del aislamiento radical que propuso Ermua: oponer a su escándalo de muertes una frontera de incomunicación. Porque podría ser que si ETA no se ha asfixiado todavía dentro de su intenso olor, a muerte fuera gracias a los frecuentes respiraderos que recibe de otros parajes políticos y no sólo de su infectado alrededor.

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