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Billete único

El sábado 21 de diciembre de 1996, unos chavalines del barrio se presentaron en mi casa con la intención de cantarme a coro un villancico; y a fe mía que casi cumplen su amenaza. "La pifiamos", me dije nada más ver sus gorritos de Papá Noel, y a continuación sufrí un pequeño mareo y me apoyé en la pared del rellano. De nada me hubiera servido huir por la escalera, ya que hacía frío y estaba en zapatillas, y tampoco era cuestión de pedir ayuda a los vecinos, porque en general nadie considera peligrosos a cuatro adolescentes entonando Ay, del chiquirritín. De manera que erguí la figura, hice de tripas corazón y afronté el asunto como un hombre de mundo: 500 pesetas en mano por su silencio, fue mi oferta, y ellos aceptaron encantados. Luego, cerré la puerta y eché rápidamente los cerrojos. Podían haberme sacado mucho más.En efecto: por los pelos, pero había salvado el pellejo, que es lo importante, aunque la escena en sí me hizo comprender que antes o después mordería el polvo. Y no me equivocaba: durante aquella Navidad del 96 fui arrinconado sin piedad por decenas de villancicos, por felicitaciones en tropel y por incontables mensajes de paz, por no mencionar los anuncios de turrón y otras iniquidades que el buen gusto me impide detallar. Esto ocurrió las navidades pasadas (y las otras, y las anteriores, y todas las precedentes), y un año entero, como siempre, he tenido para buscar una salida. Le he dado mil vueltas al asunto, he estudiado el terreno, he leído libros, pero una vez más he sido incapaz de concretar un buen plan de choque contra estas entrañables fiestas. No hables de ello, haz como que no te importa, no entres al trapo, campeón, me he repetido sin descanso durante estos meses, y sin embargo, aquí está uno, decepcionándose a sí mismo y presa de sus contradicciones. De hecho, se supone que este artículo iba a tratar sobre el billete único, pero la sombra navideña penetra por las rendijas y se apodera de mis proyectos. El billete único me parece bien, y no se me autoriza a decir más sobre el tema.

Porque la Navidad ha vuelto, sí, y con más bríos que nunca. Manzano, por ejemplo, nuestro jovial alcalde, a finales de noviembre ya había iluminado personalmente un par de calles en el centro y a su manera sutil ya estaba creando ambiente. Lo estipulado: paz para los madrileños, su solidaridad, amor entre nosotros y, sobre todo, lucecitas de colores. Y no se lo reprocho: él es como es, le gustas estas cosas y, pone el corazón en ellas. Pero lo más curioso es que el fenómeno se extiende, que agarra entre los ciudadanos, y la prueba está en que a mí, las personas, me suelen querer muchísimo en Navidad. Les pasa de repente, y aunque no me conozcan. El fontanero, el chico de las calderas, el jefe de mantenimiento de los ascensores, el antenista, da igual: todos sienten amor por mí, y tan profundo, que hasta me regalan unas tarjetitas especiales que ellos tienen, decoradas con estrellas y campanitas de plata. Y yo, naturalmente, me siento feliz, aunque sólo al principio, porque luego, si pienso un poco más en el asunto, me entra la duda; y sí profundizo un poco en ello, empiezo a asociar ideas; y luego, a desconfiar; y más tarde, a mosquearme; y por fin, a vislumbrar una mascarada gigantesca, liderada por Freixenet, que me provoca bastante fiebre y que me empuja a huir de la ciudad. Claro que para eso hay que tener una segunda residencia, y no es el caso.

Pero no todo son gruñidos en este cuerpo gentil: yo tengo mis debilidades, y algunas, insuperables; por ejemplo, los niños. Me pierden los niños, los respeto, me entiendo con ellos; me hago cargo de su situación. Y resulta que los niños se lo pasan pipa en Navidad. Y eso pesa, almirante. Tanto, que si es necesario hacer el paripé, se hace: ¿arbolitos disfrazados de torero? Hecho. ¿Un belén con musgo y pastorcillos, sin malos que animen un poco el cotarro? Sea. Porque a mí, de pequeño, también me sentó bien esa magia; y no se trata ahora de ser un aguafiestas. Sin embargo, que nadie se confunda: yo, modestia aparte, no soy un adulto al uso, no crezco, no maduro, y aunque participe como cualquiera en la función, detesto al director de escena.

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